Resumen:
En este artículo se estudia el amor personal humano. No se enfoca como una pasión en sentido clásico, ni como un sentimiento en sentido moderno, sino como un radical personal, es decir, como un trascendental personal o una perfección pura que conforma nuestro acto de ser personal o intimidad humana. Se exponen, asimismo, sus dimensiones, a saber, el dar, el aceptar y el don.
Palabras clave: amor personal, dar, aceptar, don.
1. Planteamiento
Si, al parecer, «el amor es la última filosofía de la tierra y del cielo»1 este trabajo versa sobre el sentido culminar de la filosofía, acerca del amar personal humano. La ambición es elevada, pero no por ello fatigosa, pues ¿quién se cansa de amar? «La aflicción puede marchitar las mejillas, pero no abatir el amor»2.
La tesis de la que se parte es que el amor es superior al bien. Según la filosofía tradicional, el bien es uno de los trascendentales metafísicos descubiertos en el medioevo, es decir una perfección pura. Como tal, se puede predicar de toda la realidad, también de las personas, puesto que ser persona es claramente un bien. Con todo, aquí se cuestiona si la persona es meramente un bien (aun considerándolo peculiar) o algo más. En la Edad Media se decía que el bien es un trascendental relativo a la voluntad; es decir que, de no existir una voluntad que lo quisiera o se adaptara a él, el bien no se podría considerar tal sino solamente una realidad3.
Es claro que el hombre dispone de voluntad y que ésta busca el bien. Sin embargo, también cabe preguntar si el hombre es algo más que querer. Querer es desear algún bien del que carecemos o no tenemos entera posesión. Sin embargo, amar, que es también netamente humano, no parece reducirse a querer sino que indica algo más. Efectivamente, uno no ama porque le falte algo que necesita, pues amar es una donación generosa. Por ejemplo, cuando una madre quiere a su hijo no busca compensaciones sino que se da sin reserva. Pues bien: si no cabe bien sin querer, menos parece caber sin amor, no sólo por aquél refrán que pregunta « ¿qué cosa puede haber sin amor buena?»"4 sino también porque el bien que se corresponde con el amor parece un bien especialmente intensificado, a saber un bien personal, o una persona vista como muy buena.
Si el bien no es un trascendental metafísico sin el querer y amar es más que querer, la pregunta pertinente es si amar es, en el ser humano, una realidad de orden trascendental, es decir una perfección pura que caracteriza a las personas por el hecho de serlo.
El amor humano no es el bien querido, ni tampoco un querer, un deseo. En una primera aproximación podemos percatarnos de que amar no es la voluntad tomada como potencia o facultad de querer; tampoco la mera amistad, que, con ser bastante, parece todavía escasa respecto de la intensidad del amor. Amar parece implicar enteramente a la persona amante, puesto que cuando uno ama su ser está completamente comprometido.
Por eso, hay diferencia entre buena voluntad, amistad y amor. Buena voluntad es la que puedo tener al que nunca vi ni tuve de él otro conocimiento que oír sus virtudes o nobleza o lo que pudo y bastó moverme a ello.
Amistad llamamos a la que comúnmente nos hacemos tratando y comunicando o por prendas que corren de por medio. De manera que la buena voluntad se dice entre ausentes y la amistad, entre presentes.
Pero amor corre por otro camino. Ha de ser forzosamente recíproco, traslación de dos almas, que cada una de ellas asista más donde ama que adonde anima.
Éste es más perfecto cuanto lo es el objeto; y el verdadero, el divino5.
En suma, la persona amante no parece reducirse al bien trascendental tal cual reside en el resto de las realidades inferiores al hombre. Es más que bien y es más que voluntad, pues tenemos experiencia de que a veces «ama el hombre sin que en ello tenga parte su voluntad, no puede rehuir el amor ni a costa de la muerte»6 En rigor, el amor personal es tan radical que podemos decir que la persona es amor.
Con las realidades inferiores el hombre comparte la relación al bien, pero no del mismo modo.
No se trata exclusivamente, por tanto, de que la vida humana sea buena en cuanto a su ser sino de que el ser personal humano es amoroso; más aún, fuego incesante de amor. Por eso puede realizar el bien, porque el amor es condición de posibilidad del bien. El hombre puede añadir bien, porque es más que bien. No se reduce a él. El amor es libre y lúcido don de sí. Es libre porque en el amor personal no hay necesidad, no hay un sentirse inexorablemente atraído por un bien que fuerce la tendencia (como le sucede a la voluntad). El amor es con luz, porque la sabiduría asiste, o, mejor, es un amor sabio o un saber amante. Amar es salir de sí: darse. Amor personal es la afirmación personal de la persona amante a la persona amada. Esa afirmación no difiere de la persona amante7.
La apertura personal humana no es sólo un bien sino algo más: el amor. De otro modo: el bien humano no sólo es difusivo, como de ordinario se predica, sino efusión inagotable de amor. El amor denota apertura irrestricta, como la señala el conocer. Apertura, además no reductible al tiempo8 La apertura amorosa personal es otorgamiento, es decir es darse. Así se entiende el amor como un radical personal; como don sincero de sí. Que el amor es superior a las manifestaciones amorosas humanas se puede ver como norma negativa. Así, cualquier quebrantamiento que le pueda suceder al hombre -el sufrimiento, por ejemplo- no ahoga o supera el amor radical que uno es.
El amor puede más que el sufrimiento, que todo defecto personal o ajeno y que cualquier clase de brechas que hieran el corazón humano. El acto de ser personal es más que la naturaleza y la esencia humanas y, por tanto, más que las lesiones causadas en la esencia humana; el amor es ser. El ser amoroso sólo se puede perder libremente, pero si se pierde definitivamente, ya no se puede amar personalmente.
Una de las manifestaciones más humanas del amor es jugar9. Jugar es gozar el sentido de la libertad humana. Jugar es lo contrario de necesitar. El hombre no es un ser necesitante sino que sobra respecto del necesitar. El hombre no necesita radicalmente, es decir cómo ser, porque todo lo que es lo ha recibido. Más bien es lo contrario: sobrar. Si sobra, da; y ése es el meollo de la fiesta10. Ser persona es ser fiesta: «Cada hombre es fiesta. Soy fiesta porque soy un regalo, un don de Dios11. El amor está abierto al bien y, por encima de él, al Amor. Sí: «al fin la sabiduría divina anda jugando con las cosas humanas»12.
El amor no puede tampoco ser un amor puro en el sentido de ayuno de conocer, tal como postuló Fenelón13 porque el amor que uno es sin vínculo con el conocer personal es absurdo. Del mismo modo, un conocer personal desamorado no es personal.
Conocer y amar en el núcleo personal se convierten hasta cierto punto, aunque uno es superior al otro.
No se convierten a nivel de potencias (razón y voluntad). El amor personal no cabe sin el previo conocer personal, sin libertad y sin coexistencia personales, pero es superior a ellos14; por eso acierta quien sugiere que «no puede amar a otro el que así no ama, ni amarse el que así no se conoce»15.
El amor personal es superior al conocer personal. Superior también a la coexistencia y a la libertad personal. Atrae esos radicales personales. Esta superioridad se ha detectado de alguna manera en tiempos antiguos, y también en otros más recientes16.
El amor atrae el conocer personal; por eso dice verdad quien escribe que «el supremo saber es hacer de los enemigos amigos»17, asunto que no es nada fácil, porque primero hay que vencer la propia inclinación rencorosa, que nace de la soberbia. Ello reporta una ventaja, y es que, al amar a los demás, nos conocemos también mejor a nosotros mismos: «Si el hombre no llegara, siquiera en breves lapsos de tiempo, a amar perfectamente a otro, jamás podría conocerse a sí mismo en su intimidad: especialmente, jamás conocería lo que es capaz de dar de sí mismo»18 Esta frase, salvo por lo de «perfectamente», es verdad.
II. La persona humana como amar.
Más que desde el conocer personal, desde el amor personal se puede aludir a la intimidad. El amor personal no coincide con los actos de la voluntad o con sus virtudes. Está más allá de unos y otras y de la facultad misma de la voluntad. Más aún: acceder a la intimidad amante implica ver la voluntad, aún en todo su esplendor, como límite. En efecto, los actos y los hábitos volitivos tienden a ser posesivos. La voluntad tiende a poseer asuntos reales y a poseer sus actos con sus virtudes. Los griegos describían precisamente la libertad como disposición de actos, y esa descripción afecta la voluntad, es decir capta la libertad tal como se manifiesta en esa facultad. En cambio, la persona no necesita poseer nada porque es donación, efusión. De manera que la libertad personal no se debe describir como ser dueño de los propios actos, pues éstos son inferiores a la persona, sino como pura apertura personal.
La distinción entre el conocer de la inteligencia y el conocer personal estriba en que el primero está llamado a iluminar lo heterogéneo mientras que el segundo no necesita iluminar nada porque es transparencia, luz. La distinción entre la voluntad y el amar personal está en que la primera quiere asuntos heterogéneos y el segundo se da, en que la primera quiere muchas cosas y el segundo da lo mejor, pues se ofrece a sí. La razón necesita iluminar para que le vaya bien. La voluntad necesita querer para crecer.
Sin embargo, el conocer y el amor personales no son necesitantes sino libres.
Además, la voluntad no refluye enteramente en la inteligencia y viceversa, pues muchas veces entran en conflicto, aunque conviene que sean como un matrimonio bien avenido. En cambio, el amor personal es cognoscitivo, transparente. Amor sin sabiduría no es amor personal ninguno. Y al revés: conocer que no reclame o busque al amado tampoco es personal. Se conoce que una persona es amor personal, pero no se conoce directamente el tema al que remite ese amor insondable, esto es el Amado. Nos conocemos como amantes, pero no el término, el tema, de ese amor personal, que permanece todavía oculto.
Conocerse como amantes a nivel personal posibilita aceptarse. Pero aceptarse es más que conocerse y, seguramente, más que darse. Lo primero en la persona humana, por tanto, no parece ser dar amor sino aceptar; en este caso, aceptarse como amante, aceptar el amor que uno es, aceptar ese don. El dar parece segundo tras haberse aceptado.
En el fondo se trata de aceptarse como la persona que se es. Pero si uno se acepta, acepta ser hijo, porque el don que como persona se es se le ha otorgado de modo personal. Persona y amor son equivalentes.
Reconocerse como hijo equivale a no querer personalmente dejar de serlo nunca, a no dejar de amar. Si el don es perpetuo, uno no debe dejar de ser hijo jamás, a menos que quiera dejar de ser persona.
El amor es el radical personal del acto de ser humano más alto. Es el imán que arrastra tras sí a los demás radicales personales y el que más redunda en la naturaleza y la esencia humanas. En lo personal, tira del conocer, de la libertad y de la coexistencia personales. En la naturaleza humana, a la ternura, a la candidez, al cariño natural que ésta tiene, añade la personalización amorosa de la esencia humana. En efecto, si el hombre se comporta de acuerdo con el amor personal que es, manifiesta por todos los poros de su cuerpo y facultades que ama, es decir que se entrega, que acepta, que se convierte en un don para los demás.
Las dimensiones del amor personal humano (a distinción del resto de dualidades humanas) son tres.
Esa triada trascendental está conformada por el dar, el aceptar y el don. Los tres se complican. En efecto, por una parte, dar es aceptar la donación, y no cabe dar sin don. Por otra, aceptar es dar aceptación, y no cabe aceptación sin don. Por otro lado, el don lo es respecto del dar y del aceptar, y no caben el dar y el aceptar sin el don. La persona humana sólo se da personalmente si es aceptada como persona. A la par, sólo es aceptada como persona si se da como persona.
A la vez, el dar y el aceptar comportan el don. De modo que no hay verdadero dar y aceptar sin dones.
Por ello, los hijos, en el matrimonio, son los mayores dones (personales, novedosos) que garantizan el amor personal entre los esposos; y también por eso «obras son amores y no buenas razones».
Lo difícil del amor personal humano estriba en que, mientras nuestro conocer es dual a todo nivel, el amor es tríadico, y como para explicarlo usamos del conocer, el amor debe ser expuesto con dualidades.
Primero dos, luego otras dos, luego otras dos. Es decir, no podemos explicar el amor humano en su altura real sino rebajándolo de nivel. Con otras palabras, el amor supera todo conocimiento aunque no es enteramente inalcanzable por éste. Es decir, es explicable, comprensible, pero hasta cierto punto. Revisemos a continuación las tres dimensiones del amor personal: dar-aceptar-don. Dado que son realmente distintas, deben ser jerárquicamente distintas, pues lo igual es meramente mental, no real. Por tanto, hay que indagar cuál es la jerarquía en estas dimensiones.
III. El «dar»
El dar personal no consiste, obviamente, en dar limosna, menos -como declara la frase castiza- si se trata de unas «perras gordas».... Tampoco se trata de dar otras cosas de más valor, regalos; ni siquiera es dar tiempo o poner a disposición de los demás nuestras cualidades. No consiste, incluso, en entregar la vida por los demás (que, dicho sea de paso, es el don natural más alto que se puede ofrecer). Dar es enteramente personal, y quien se entrega es la persona, no algo de ella (su cuerpo, la vida natural, las cualidades de su inteligencia, etc.).
En una primera aproximación, el dar parece denotar más actividad que el aceptar''. El aceptar, sin ser pasivo, parece menos activo que aquél. Pero seguramente no es así, pues aceptar es dar aceptación. También el dar es aceptar la entrega. Por su parte, el don, si es personal, conlleva decir sí (por tanto, dar) a quien entrega, es decir ser don respecto de quien da y asimismo serlo respecto de quien acepta, lo cual conlleva, por una parte, una ineludible entrega a ambos y, por otra, una no menos manifiesta aceptación que manifiesta que el dar y el aceptar no son tales sin el don. Por aquí no notamos cuál de las tres dimensiones del amor personal humano es superior.
Tratándose del amor personal humano, será superior aquella dimensión que arrastre tras de sí a las demás, es decir la que vincule más a las otras, la que dé más razón de las otras. ¿Qué es primero, qué es más en el amor humano: amar o ser amado? Seguramente ser amado, pues en ello radica nuestra condición de criaturas. Por tanto, será más en el amor humano aquello que mejor responda a su carácter de ser amado. En este sentido parece primero, superior, aceptar que dar, porque, respecto de ser amado por Dios, la mejor respuesta es aceptar. La iniciativa no parte de la criatura; por tanto, primero aceptar y, secundariamente, dar. Nadie da si no acepta. Además, da en la medida en que acepta.
Si en la vinculación entre Dios y la criatura la iniciativa parte siempre del Creador, en el amor personal humano no puede ser primero, respecto de Dios, el dar sino el aceptar. La persona humana es siempre ser segundo; por eso no puede dar sin haber aceptado previamente. Pero ésa no debe ser exclusivamente la situación inicial humana, pues si Dios no se cansa de dar, la clave del amor humano respecto de Dios no puede dejar de ser la aceptación.
Si en vez de comparar el amor personal humano con Dios lo comparamos con lo inferior a la persona humana -por ejemplo, con la esencia humana-, cabe preguntar si lo que prima entonces es dar o aceptar. Es claro que tanto la esencia como la naturaleza humanas están diseñadas para recibir dones y, en virtud de ellos, ser perfeccionadas. También el mundo físico está proyectado para recibir donaciones humanas. Con todo, cabe preguntar si la tesis que precede está suficientemente fundada o hay que preguntar todavía por la mayor validez de la contraria, a saber si no será incluso, en esos casos, más alto el aceptar que el dar, pues también parece claro que nadie da nada si no acepta previamente.
Si aceptar es primero respecto de las realidades inferiores a la persona, amar la naturaleza y la esencia humanas y amar al mundo apasionadamente no significará, en primer lugar y directamente, otorgarles dones que permitan cambiarlos a mejor sino sobre todo aceptarlos también como dones divinos y, por tanto, como buenos: al mundo como bueno, a la naturaleza y la esencia humanas como muy buenas.
Ahora bien: que el aceptar respecto de lo inferior a la persona sea primero no significa, sin más, que sea superior que el dar, pues es claro que el dar los perfecciona.
Preguntemos, pues, de nuevo: ¿es superior el dar al aceptar respecto de lo no personal? Los dones son mejores en la medida del dar, pero también en la medida del aceptar. Con esto descubrimos que los dones son inexplicables sin el dar y el aceptar, pero todavía no logramos saber si el dar es superior al aceptar o viceversa. De manera que hay que insistir en la pregunta: ¿un don es más don a raíz de quien da o por quién acepta?
Parece que el don cobra más realce como don si es aceptado que si es otorgado porque el don se da para ser aceptado. De modo que el don es más don en la medida de quien acepta que de quien da20. De ahí que al realizar regalos sea pertinente ponerse en el punto de vista del destinatario. Ahora bien: ponerse en la piel del otro es aceptarlo; y sólo si se lo acepta se acierta en el regalo; es decir, sólo así el don es verdadero don. También por eso no conviene echar perlas a los puercos..., pues ante la falta de aceptación sobran el dar y los dones.
Por lo demás, el dar personal humano no puede carecer de aceptación. Se frustraría como dar. Su aceptación debe ser irrestricta respecto del dar. Quien puede aceptar enteramente ese dar personal humano sólo es Dios (no otra persona creada). Pero, si es así, el dar personal humano descubre no sólo que Dios existe sino también que Dios es la aceptación amorosa increada irrestricta. Consecuentemente, no cabrá en Dios dicha aceptación, de no existir en él una donación a su nivel. A la par, la donación y aceptación divinas deben serlo respecto de un don divino. Con otras palabras, no se trata sólo de que en Dios es imposible que exista una sola persona sino también de que, si Dios es amor, cada una de las dimensiones del amor personal humano debe constituir en el ser divino una persona distinta, aunque no jerárquicamente distinta.
IV. El «Aceptar»
Entre las tres dimensiones del amor personal humano, lo primero en el hombre, respecto de sí, de las demás personas y de Dios, parece ser aceptar. En efecto, lo primero es aceptarse uno como quien es, como una criatura personal irrepetible, como un hijo singularísimo. Si se acepta así, se ve como un don y se da, se entrega. Uno es un don de tal índole que está destinado a darse enteramente como persona. Y si eso es así, es porque está destinado a ser aceptado enteramente como tal persona. «La persona humana es un don creado que se acepta como un dar destinado a ser aceptado»21. Lo primero respecto de Dios es aceptar, porque, como dice san Juan, «Él nos ha amado primero»22. Y precisamente porque la iniciativa siempre parte de Dios nosotros podemos corresponder a ella aceptándola ahora y después.
De modo similar al amor personal humano, en el que «nada hay que provoque tanto el amor como saberse amado»23 a nivel manifestativo el mejor gobierno no estriba en dictar pautas de conducta (es decir en ponerle a cada uno los puntos sobre las íes, en ser excesivamente analítico y detallarle escrupulosamente a cada cual su tarea) sino en confiar (es decir en dar responsabilidades y en estar dispuesto a aprender de los demás, es decir en aceptar sus aportes), porque sólo confiando en los otros cada quién da lo mejor de sí, y ello mejora al propio gobernante, ya que acepta y, consecuentemente, se entrega.
Aceptarse como la persona que se es en el fondo es aceptar a Dios, que nos ha dado el ser personal24. Si personalmente aceptamos a Dios, nos damos enteramente a él. Darse respecto de Dios implica a su vez la posibilidad de que Dios nos acepte. Pero si Dios nos acepta nos eleva, es decir nos diviniza. De modo que así salvamos en cierto modo la distancia tan tremenda que existe entre la criatura y el Creador, que es la distinción real más grande que existe, mayor que la que media entre Dios y la nada, sencillamente porque si bien Dios existe, la nada no puede existir realmente25.
Lo mejor que se puede decir a Dios desde el amor personal humano es «si» (fiat: hágase), es decir aceptar que Dios sea quien es respecto de uno. Lo segundo en importancia es decir a Dios también que «si», pero ahora se trata de aceptar a otras personas creadas, pues como existen pluralidad de hijos y la distinción real entre ellos no puede estribar sino en que uno sea (o será) más hijo que otro, uno está llamado a aceptar que puedan existir hijos mejores que uno. Si uno se aceptara a sí más que a esos otros hijos a los que Dios acepta más, aceptaría mal; en rigor, no aceptaría a Dios. Lo tercero es decirle a Dios también que «sí», pero, en este caso, aceptando la persona humana que se es y que se está llamado a ser respecto de Dios y de los demás.
El aceptar personal humano no puede ser un aceptar respecto de nada o de nadie. Se frustraría.
Existe un dar respecto de tal aceptar. Quien puede otorgar el ser amoroso personal que el aceptar humano es y al que está llamado a ser sólo puede ser el Creador. Pero, si es así, el aceptar descubre no sólo que Dios existe sino también que Dios es la donación amorosa increada e irrestricta. Y si lo es, a dicha donación divina no le puede faltar el aceptar personal divino; y ambas no pueden carecer de un don personal divino.
V. El «Don»
Nuestra naturaleza la hemos recibido. Nuestra esencia, en cambio, la ha añadido cada uno de nosotros a nuestra naturaleza. El primer don que le otorgamos es la ética, es decir la mejoría intrínseca de las facultades espirituales humanas (inteligencia y voluntad) con los hábitos y virtudes. La segunda, el lenguaje, que posibilita todo dar laboral. La tercera, el trabajo, que es un don (toda la cultura humana son dones). La cuarta, la sociedad, pues ésta es imposible sin ética, lenguaje y trabajo. Uno también puede dar la vida natural(naturaleza humana) por la virtud (clave de la ética), por la verdad (clave del lenguaje), por la ética (clave de la sociedad), y eso es un don inestimable. Pero este don no es la persona humana. Con todo, ésta es un don superior a la vida natural, un don de nivel íntimo, trascendental.
En efecto, cada persona humana es un don divino, pues es explicable sólo desde Dios, ya que Dios le ha otorgado ese ser personal. Ese don no es nada en Dios sino en la criatura, pues tal don no añade nada a Dios. Cada uno puede reconocerse, pues, en su intimidad como un don de Dios. Pero reconocerse como tal don es verse como el fin de un acto de amor divino. Es decir, tal don personal humano no es explicable sin el amor divino. Con todo, el don no es la única dimensión del amor humano, pues el don personal que Dios nos ha concedido también es capaz de aceptar amor y de dar amor.
El don personal humano tampoco puede proceder de la nada y quedar sin ser aceptado; es decir. si es personal, no puede ser un don respecto de nadie que dé y de nadie que acepte. Se frustraría como don personal. Su dar y su aceptar deben ser, pues, personales respecto del don personal que se es.
Quien puede otorgar el don personal humano y quien lo puede aceptar enteramente sólo puede ser el Creador.
Pero carecería de sentido que quien lo otorgase y lo aceptase fuese una idéntica persona divina.
De modo que el don personal humano descubre no sólo que Dios existe sino también que Dios no es pluripersonal, es decir que no sólo existe una persona divina donante sino también otra aceptante, y en ambos casos hay donación y aceptación amorosas increadas e irrestrictas. Pero, además, es claro que la persona divina que da no se consuma ofreciendo a la persona divina que acepta cualquier don personal creado (ni la suma de ellos). De manera que el don humano exige su réplica en Dios, es decir reclama que en Dios el dar y el aceptar divinos se empleen enteramente.
Pero el dar y el aceptar divinos sólo se emplean irrestrictamente si media entre ellos un don divino que sea personal, es decir una persona divina que sea don.
El dar personal (y no sólo la esencia humana) puede darse. También el aceptar puede aceptar. También el don es don para el dar y el aceptar. Por otra parte, el dar no puede ser enteramente aceptado por el aceptar humano, ni el aceptar íntegramente dado por el dar humano. Tampoco el don personal humano es dado y aceptado irrestrictamente por la persona humana. Los tres requieren de Dios. Ninguno de ellos puede ser elevado por sí o por el otro. Con ello se quiere indicar que no son fijos sino que (como en la parábola de los talentos) son susceptibles de incremento (aunque no por sí26). Esto no implica una ética trascendental (la ética es esencial, es decir de la esencia humana) pero permite notar, que el libre juego de la persona humana con su ser es la raíz explicativa de toda consecuente manifestación ética. Es decir, cualquier virtud o vicio a nivel esencial o manifestativo es expresión de lo que previamente ha ocurrido en la intimidad personal, en el corazón humano. Ahí es donde radica, más que el bien o el mal, el amor o el odio. Lo demás, las virtudes y los vicios, son manifestaciones esenciales del corazón humano. Si en esa intimidad el ser humano es elevado, estamos alegres; si lo enmohecemos o ese corazón entra en pérdida, nos invade la tristeza.
Bibliografía
1.Sentencias político-filosófico-teológicas (en el legado de A. Pérez, F. de Quevedo y otros), Barcelona, Anthropos, 1999, II Parte, nún. 336, pág. 117.
2. William Shakespeare, «Cuento de invierno», en Otras completas, 16ª . ed., vol. II, Madrid, Aguilar, 1974, págs. 960-961.
3. Cfr. mi libro Conocer y amar: estudio de los objetos y operaciones del entendimiento y de la voluntad según Tomás de Aquino, 2ª . ed. Pamplona, Eunsa, 2000.
4. Alonso de Ercilla, La araucana, Madrid, Cátedra, 1993, canto XV, 1, pág. 429.
5. Mateo Alemán, Cuzmán de Alfarache, I, Madrid, Cátedra, 1979, pág. 130.
6. Geoffrey Chaucer, «Cuento del caballero», en Cuentos de Canterbury, Estella, Salvat, 1986, pág. 31.
7. Cfr. L. Polo, Analítica del amor, entrevista de J. Cruz, 1996 (pro manuscripto).
8. Por eso, el divorcio, por ejemplo, supone la inconsideración del amor personal, pues acarrea la subordinación de la persona a la cosa, al tiempo físico. El amor no es tiempo físico: «que amor en el alma vive; / y si ella a otra vida pasa, / no muere el amor, sin duda, / puesto que no muere el alma» (Pedro Calderón de la Barca, El mayor monstruo del mundo, Buenos Aires, El Ateneo, 1951, pág. 383).
9. R. Yepes observa que «las acciones lúdicas pertenecen a aquellas que contiene el fin dentro de sí mismas» (Fundamentos de antropología. Pamplona, Eunsa, 1996, pág. 222).
10. Las fiestas buenas son expresiones del amor personal. Por eso, más que necesarias son libres, convenientes, reunitivas, con sentido personal.
En cambio, si no son buenas y se las acepta, despersonalizan.
11. L. Polo, «La exageración de lo necesario», en La persona humana y su crecimiento. Pamplona, Eunsa, 1996, pág. 93. Y añade: «Hay todavía otra frase decisiva. Es del Crisóstomo y preside como lema el libro de Pieper: 'Ubi caritas gaudet, ibi est festivitas': donde se alegra el amor, ahí está la fiesta: en el interior del hombre, no en la tramoya de la animación organizada» (ibid.).
12. Sentencias político-filosófico-teológicas, op. cit., I Parte, núm. 321, pág. 43.
13. Cfr. M. Elton, Amor y reflexión. La teoría del amor puro de Fenelón en el contexto del pensamiento moderno. Pamplona, Eunsa, 1989.
14 Cfr. sobre este tema D. von Hildebrand, La esencia del amor, Pamplona, Eunsa, 1998; U. Ferrer, Amor y comunidad. Un estudio basado en la obra de Dietrich von Hildebrand, Pamplona, Universidad de Navarra, 2000.
15 Sentencias político-filosófico-teológicas, op. cit., I Parte, núm. 74. Otras semejantes dicen así: «No hay verdadero amor donde hay alguna sospecha » (núm. 67), «Nunca se cansa el que confía» (núm. 68, 11), «El amor, rey sobre los reyes» (II Parte, núm. 113, pág. 91).
16. Scheler, por ejemplo, rectificando el racionalismo moderno y el voluntarismo contemporáneo, escribió que «antes que ens cogitans o ens volens el hombre es ens amans» (Ordo amoris, Madrid, Revista de Occidente, 1934, pág., 130).
17. Sentencias político-filosófico-teológicas, op, cit., I Parte, núm., 263, pág., 38.
18 J, Cruz, El éxtasis de la intimidad, Madrid, Rialp, 1999, pág., 101.
19 Cfr, S, Piá Trazona, El hombre como ser dual, Pamplona, Eunsa. 2001.
págs, 327 y sigs.
20. Por ejemplo, si una corbata no es aceptada como regalo por quien la recibe, no es don aunque quien la dé haya puesto todo su cariño en el don. En tal caso, esa tela podrá servir para quitar el polvo o algo así, pero no como corbata. Por eso, al regalar una corbata hay que ponerse en la personalidad de aquel a quien se regala, no actuar según el gusto de quien regala.
21 L. Polo, Antropología trascendental, t. I: La persona humana. Pamplona, Eunsa, 1999, pág. 221.
22 IJn, 4,10.
23 Tomás de Aquino, De rationibus fidei (ed. Vives), t. 27, cap. 5, págs. 132-133.
24 Nótese que habla de aceptación a nivel de acto de ser personal, no de aceptación de la mediocridad a nivel de esencia humana, pues eso no pasaría de una barata autojustificación de la pereza que impide luchar contra los propios defectos.
25 La nada no es nada real sino algo mental. Por eso, la nada no se puede comparar con Dios o distinguir realmente de él.
26 Seguramente, la elevación de la coexistencia se lleva a cabo por la gracia divina; la libertad, por la esperanza sobrenatural; el conocer personal, por la fe sobrenatural; el amor personal, por la caridad sobrenatural.
También los hábitos nativos son susceptibles de elevación sobrenatural. Seguramente, la sindéresis es elevada por el don de consejo; el hábito de los primeros principios, por el don de entendimiento; el de sabiduría, por el don de sabiduría.
Pensamiento y Cultura 62 Número 7 • 2004 |