Una de las aportaciones a la filosofía que han venido desde la llamada corriente fenomenológica -desde la que vamos a enfocar estas líneas- ha sido, sin duda, el hacernos mirar con más atención al interior de la persona. En efecto, el pensamiento que se ha desarrollado en torno a Edmund Husserl-ya desde su maestro Franz Brentano, y después en sus discípulos: Adolf Reinach, Max Scheler, Roman Ingarden, Dietrich von Hildebrand, entre otros- ha dejado sentir en todas las ramas del saber filosófico la necesidad de atender a las cosas mismas, a cuya índole accedemos en la mirada intuitiva a los fenómenos que se nos presentan.
En particular, por lo que a la filosofía moral se refiere, queremos fijarnos en dos intuiciones o tesis que, entre otras, los cultivadores de la ética fenomenológica han puesto especialmente de manifiesto, así como la relación entre ambas. No se trata sino de destacar la importancia y primacía de la intención del sujeto moral, en primer lugar, y, en segundo, de lo que puede llamarse genéricamente el corazón o mundo afectivo. La primera proposición se mueve en el campo de las acciones; la segunda en el de la índole y formación del carácter moral de la persona. La ética fenomenológica, además, acentúa e ilumina el carácter fundante de lo aludido por la segunda tesis respecto a lo mentado en la primera.
Ciertamente, ya Kant había percibido con toda claridad, si bien a su modo, las dos tesis referidas. La filosofía moral kantiana, como es bien sabido, atribuye al interior de la persona una relevancia expresada con una fuerza y nitidez inéditas hasta entonces. En lo tocante a nuestra primera proposición, Kant declara terminantemente -al inicio mismo del primer capítulo de su Fundamentación de la metafísica de las costumbres- que «ni en el mundo, ni, en general, tampoco fuera del mundo, es posible pensar nada que pueda considerarse como bueno sin restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad». Y distingue netamente -pocas páginas más adelante- las acciones realizadas meramente conforme al deber (Pflichtgemäf) de las llevadas a cabo por deber (aus Pflicht), siendo estas últimas las únicas que poseen propiamente valor moral. En el terreno del carácter moral, la cosa no es ciertamente tan clara, pero Kant no deja de hablar del sentimiento de respeto al deber como actitud general y motora de la persona moralmente buena 1.
Ahora bien, ciertos presupuestos, que pertenecen a su doctrina acerca del conocimiento, llevan a Kant a resolver y explicitar aquellas cuestiones de un modo que no responde -a juicio de los fenomenólogos, al que nos adherimos plenamente- a la realidad que la experiencia de la vida moral nos presenta. (De hecho, el pensamiento fenomenológico se configura como una crítica a la filosofía kantiana, que había extraviado a sus seguidores en el idealismo, sin renunciar, por otra parte, como había hecho el positivismo, a la posibilidad de un auténtico y profundo conocimiento filosófico de la realidad).
En efecto, el convencimiento, heredado de Hume -ohne Hume, kein Kant-, de que todo conocimiento empírico carece por completo de universalidad y apodicticidad lleva a Kant a concebir la necesidad inherente en la ley y el valor moral con entera independencia del mundo de los bienes, por ser éste accesible sólo empíricamente. Así, la tesis acerca de la primacía de la intención del sujeto moral adquiere en Kant una radicalidad que, huyendo del error utilitarista de hacer consistir el valor de la acción en la sola bondad de su objeto, termina por negar toda relación del valor intrínseco de la acción con cualquier valor en el lado del objeto2. Y, por otra parte, para Kant el mundo afectivo y sentimental está vinculado a los bienes de una forma que hace imposible descubrir en él atisbo alguno de la necesidad y dignidad absolutas que son propias del valor y de la ley moral.
Pues bien, el pensamiento fenomenológico, frente a Kant, ha puesto de manifiesto: con respecto a la primera tesis, que esa relación negada por Kant es imprescindible para entender la acción moral misma y la correcta relevancia en ella de la intención; con respecto a la segunda, que es posible reconocer en el dominio de los sentimientos ciertos casos que entrañan aquella necesidad exigida con justicia por la experiencia moral; y, además, ha esclarecido las diversas relaciones entre el plano de las acciones y el subsuelo de las actitudes y estados afectivos. Miremos más de cerca estas intuiciones con el fin de precisar y perfilar mejor, aun sintéticamente, el sentido de lo que se anunciaba como una aportación de la ética fenomenológica a la filosofía moral; aportación que no constituye una novedad, por así decir, ex nihilo, en la larga andadura del pensamiento sobre lo ético -bien lo saben y reconocen los autores que dicen adscribirse a la fenomenología-, sino que se trata más bien de una acentuación que a todas luces nuestra época requería y requiere.
Vayamos, pues, con la primera cuestión, a la que nos acercamos de la mano de Dietrich van Hildebrand. Lo que este autor entiende por acción aparece claramente en el siguiente texto:
«Mientras seamos solamente miembros de una cadena causal que trae a la existencia una situación objetiva (por ejemplo, cuando pisamos a una persona porque otra nos ha empujado), no se produce una acción. Sólo podemos hablar de una acción cuando la actividad que produce el cambio es propuesto por nuestra voluntad. Por consiguiente, una acción contiene los siguientes elementos: primero, un conocimiento de una situación objetiva todavía no real y de su valor; segundo, un acto de querer motivado por el valor de la situación; tercero, unas actividades de nuestro cuerpo ordenadas por la voluntad, que inician una cadena causal más o menos complicada que traerá a la existencia la situación objetiva en cuestión»3.
Es evidente, situados en esta perspectiva, que la orientación y cualificación moral de la acción se da en el segundo momento. Mas ese segundo momento, repárese bien en ello, consiste en «un acto de querer motivado por el valor de la situación». Se trata de una relación entre un estado de cosas bueno, es decir, que aparece como portador de un valor, y la voluntad del sujeto que se las ha con aquel estado.
Desde un sentido, la situación valiosa motiva, hasta el punto de constituir su fundamento, la acción del sujeto; desde el otro, el sujeto responde del modo que libremente quiera a tal requerimiento.
Por consiguiente, es obvio que no cabe un querer que no tenga como fundamento una motivación emanada por un estado de cosas percibido en la conciencia. Pero además hay que decir, frente a Kant, que la motivación no siempre mana solamente del mismo realizar una acción (como tal vez suceda en los casos de cumplimento de las promesas), sino, y con mucha más frecuencia, del valor material del estado de cosas que pide ser traído al ser. Y a la vez, ahora de acuerdo con Kant, hay que afirmar, contra los utilitaristas de todo género, dos proposiciones importantes:
Primera, que la moralidad reside en la respuesta del sujeto al valor percibido, y no en el valor mismo realizado, aun cabalmente percibido. Huelga añadir que no se ha de pensar con ello que el valor al que se responde es indiferente: no lo es, pero justo y sólo porque su respuesta a él no lo es. Sostener la primacía de la respuesta subjetiva, esto es, de la intención, tampoco supone aquí disociar los elementos de la acción moral; por el contrario, es la intención la que dirige y exige unas determinadas acciones imperadas para la realización del estado de cosas querido, de suerte que cada intención exige ser secundada por unas actividades y excluye otras, pues unas son capaces de encarnar dicha intención y otras no. Sólo teniendo bien a la vista está indisociable unidad entre la intención y lo intencionado (u objeto, según la terminología más usual), puede defenderse el peso de la moralidad de la primera y afirmar, a la vez, que ciertos estados de cosas como término objetivo de una acción son siempre moralmente inaceptables, porque la intención que entrañan es, por su objeto, siempre reprobable4.
Segunda proposición, que cada acción propiamente tal entraña y se configura por la respuesta a la situación próxima que nos decidimos inmediatamente a traer al ser por medio de «unas actividades de nuestro cuerpo ordenadas por la voluntad» (el tercer elemento de la acción según aquella descripción de Hildebrand). Es decir, toda actividad corporal ordenada por la voluntad es fruto de una decisión que consiste en querer hacer venir a la existencia aquello que inmediatamente intenta; ello al margen, por tanto, de que además se busque con ello un fin ulterior. Cada acción es completa en sí misma; posee aquellos tres elementos y, por ende, su propia calidad moral. Muchas veces, ciertamente, realizamos A con la intención de que se produzca B, o sea, como medio para ese fin. Más en ese caso es obvio que la intención de realizar A para B incluye la intención, y consiguiente moralidad, de realizar A. Lo que indudablemente no cabe es la realización de A con la exclusiva intención de llevar a cabo B, de suerte que se juzgara moralmente el hacer A no también y sobre todo por su propia intención, sino por la de alcanzar B. En definitiva, la realización consciente de A no puede no contener esa su propia intención; la causalidad final y motivación que supone querer un fin no llega al punto de anular la conciencia que entraña el poner un medio para ello, máxime si, como es frecuente, ante los ojos se nos presentan varios y diversos medios posibles para traer al ser aquel fin. Esta consideración viene a reforzar asimismo el corolario señalado para la primera: a saber, nos ayuda a entender que ciertas acciones son en sí mismas moralmente malas, con independencia de otra intención que se le añada o preceda como fin. En pocas palabras, hay medios que no se justifican nunca por un fin5. Para ver que el mismo Hildebrand es bien consciente de esto basta leer su declaración de la existencia de lo que llama «vetos absolutos» como acciones que nunca son justificables6.
Como se ve, pues, la atenta consideración del acto moral como una unidad, cuyo núcleo consiste en una respuesta a valores, ilumina no pocos aspectos relevantes para la entera filosofía moral.
Pues bien, la percepción clara de la esencia de la respuesta de valor, así como el análisis de las formas en que se da, nos llevan de la mano a la segunda de nuestras propuestas iniciales: la de la importancia de la dimensión afectiva de la persona. Articularemos esta proposición en dos momentos: primero, haciendo Ver que la respuesta al valor es, o supone, esencialmente una respuesta afectiva; y segunda, que esas respuestas se manifiestan en diversos niveles o esferas de la persona humana.
Para la primera intuición ha sido del todo decisiva la dilucidación que Franz Brentano llevó a cabo acerca del origen de nuestro conocimiento moral. En efecto, Brentano ilumina algo capital para la investigación moral, y basilar para lo que sería la ética fenomenológica: a saber, que los fenómenos psíquicos en los que reconocemos algo como bueno, y por los que sentimos una inclinación hacia ello son cierto tipo de fenómenos sentimentales, afectivos, emocionales. Y ese cierto tipo se distingue por englobar unos fenómenos de amor caracterizados como correctos o justos. Cabe reconocer, entonces, un ámbito de corrección en el campo sentimental; corrección que aparece como análoga -y esta analogía es insistentemente señalada, con razón y frente a los relativistas, por Brentano y por Husserl- a la evidencia en el terreno de los juicios, de manera que si sobre ésta se funda la lógica, sobre aquélla se funda la ética. Oigamos al propio Brentano:
«Tenemos, decíamos, por naturaleza agrado en ciertos sabores y asco de otros; ambas cosas por puro instinto. Más también por naturaleza sentimos un agrado en la comprensión clara y un desagrado en el error y en la ignorancia. "Todos los hombres, dice Aristóteles en las hermosas palabras preliminares de su Metafísica, apetecen por naturaleza saber". Este apetito es un ejemplo que nos sirve muy bien. Es un agrado de esa forma superior el que constituye el análogo de la evidencia en la esfera del juicio. ( ... ) Observamos, pues, al encontrarlo en nosotros, que su objeto no sólo es amado y amable y que la privación de su objeto no sólo es odiada y odiable, sino también que aquél es digno de amor y ésta digna de odio: esto es, que aquél es bueno y ésta mala. ( ... )
Aquí, pues, y de estas experiencias de un amor caracterizado como justo se origina para nosotros el conocimiento de que algo es verdadera e indudablemente bueno, en toda la extensión que tal conocimiento pueda tener en nosotros7.
El mérito y la importancia de esta aportación de Brentano radica, nos parece, en que hace justicia, a la vez y de modo pleno, al carácter radicalmente originario de nuestras intuiciones morales, al decisivo papel del sentimiento en ellas, y a la objetividad que claramente poseen. Decisivo aquí tampoco quiere decir exclusivo, pues el concurso del entendimiento acompaña siempre a todo fenómeno consciente, y es además necesario para discernir el tipo y características de éste. No se trata, pues, en absoluto, de una inmersión en lo inconsciente o en la irracionalidad.
Pues bien, esos sentimientos que reconocemos como correctos aparecen con frecuencia, como Brentano nos ha dicho, junto con otros movimientos afectivos incorrectos o con otros instintivos o ciegos, y podemos secundar unos u otros, respondiendo entonces de una u otra manera a la situación que se nos presenta como valiosa o disvaliosa. Si esa respuesta está motivada o es como la prolongación del sentimiento correcto, tratase de una respuesta adecuada al valor, o bien sencillamente -como Hildebrand ha expuesto con toda claridad- de una genuina respuesta al valor, justamente porque es la respuesta requerida por él. Esa pluralidad que se nos presenta, con el consiguiente eco afectivo complejo, y la naturaleza, por así decir, electiva de la respuesta al valor permiten comprender ambos géneros de fenómenos (los ecos afectivos y las repuestas que secundan algunos de ellos) no como simples movimientos de amor, sino como preferencias8.
Como anunciábamos, pasando ya al segundo momento del esclarecimiento del papel de los afectos en la moralidad humana, el análisis de las formas en que se da esa respuesta de valor, cuyo fundamento está teñido esencialmente de emotividad, nos descubre que dichos fenómenos se manifiestan en tres esferas diferentes, que Hildebrand ha llamado: esfera de las acciones, de las respuestas concretas y de las virtudes y los vicios:
«Hay tres esferas principales en las que se puede encontrar la bondad moral. La primera es la de las acciones. De ésta se han ocupado todas las éticas. Algunos filósofos incluso han restringido la moralidad a esta esfera. Como vimos, la esfera de las acciones está regida por la voluntad. Todas las acciones proceden necesariamente de un acto de la voluntad y son dirigidas por ella. La voluntad las manda: es la dueña de todas ellas. Aunque la voluntad no se limita a las acciones, sino que desempeña además una enorme función en el dominio de nuestro poder indirecto, su reino por excelencia es, sin embargo, la esfera de las acciones; aquí alcanza su significación moral más inmediata y completa.
A la segunda esfera de la moralidad pertenecen las respuestas concretas: las respuestas volitivas que no conducen a la acción, sino que permanecen como actividades inmanentes y, sobre todo, las respuestas afectivas: el arrepentimiento, el amor, la esperanza, la veneración, la alegría o actos como el perdón, el agradecimiento... En general, esta esfera ha sido mucho menos subrayada e incluso, a veces, ha quedado desatendida. No obstante, no es difícil ver que precisamente aquí, en las respuestas volitivas y afectivas, tenemos ante nosotros un inmenso campo de bondad y maldad moral. Muchos de nuestros juicios morales se refieren a esos actos. Nos admiramos de un entusiasmo noble, de la nobleza de una acto de agradecimiento, nos conmovemos por la belleza moral de un profundo arrepentimiento, alabamos la profundidad y el ardor de un amor, apreciamos la decisión de lograr una perfección moral mayor, etc.
En consecuencia, tenemos que distinguir, como un campo de moralidad independiente, la esfera de las respuestas concretas de la esfera de las acciones. Sería un grave error considerar las respuestas concretas únicamente desde el punto de vista de lo que ellas puedan significar para una eventual acción. ( ... )
La tercera esfera fundamental de la moralidad está constituida por las cualidades permanentes del carácter de una persona, es decir, por el ámbito de las virtudes y de los vicios; Esta esfera es el núcleo mismo de la moralidad. Aquí se encuentran valores morales tales como la generosidad, la pureza, la sinceridad, la justicia, la humildad. De hecho, los filósofos antiguos y medievales vieron en esta esfera el punto central y la cumbre de toda la moralidad»9.
Hemos querido reproducir este largo texto para hacer ver, con la mayor claridad, tanto la distinción de esos tres campos de moralidad, como, justo a raíz de su percepción, la unidad en la que se integran al actualizarse. Es a todas luces evidente que una ética que no tenga en cuenta estas tres regiones, íntegra y profundamente, no podría hacerse cargo de la densidad de la vida moral humana.
Ciertamente, cada esfera tiene su propia identidad psicológica y moral 10, y su, por así decir, capacidad o exigencia de adecuación ante situaciones concretas (por ejemplo, no podríamos exigir ninguna acción a quien se le comunicara una desgracia ajena, pero sí en cambio una respuesta afectiva de compasión, y si no fuera ésta suficientemente proporcionada, se le debería poner frente al deber de fomentar en él la virtud de la caridad). Pero vemos también, y tal vez el ejemplo nos haya ayudado a ello, cómo cada plano se yuxtapone con los otros. En un sentido, observamos que las acciones manifiestan y nacen de respuestas concretas afectivas, y que éstas revelan aquellas cualidades permanentes. Desde el otro sentido, dichas cualidades se actualizan, ante una situación que lo requiere, en la forma de respuestas concretas, las cuales a su vez (si el nexo causal entre nuestra voluntad y el estado real de las cosas lo permite) se traducen en acciones determinadas.
Parece, entonces, que desde el lado del conocimiento de la moralidad de una persona es primero el ámbito de las acciones, pero sin dejar de llegar al suelo de las virtudes. Y, en cambio, desde el punto de vista de la eficacia o motor de la moralidad, es primero y central el ámbito de las virtudes y los vicios: «esta esfera es el núcleo mismo de la moralidad». Son esas cualidades permanentes las que definen el carácter moral de la persona, y las que constituyen las orientaciones más profundas del sujeto hacia los valores más generales, razón por la cual Hildebrand las ha llamado «respuestas sobreactuales de valor».
Hay que advertir que la centralidad moral de esta esfera no debe pensarse como exclusividad, según se anotó antes11.
Pues bien, esas respuestas sobreactuales, en la medida en que consisten en preferencias hacia un valor sobre otros, se articulan en una constelación jerárquica de amores y preferencias. Ya San Agustín se refirió a esta, por así decir, estructura de preferencias como el ordo amoris, y esta misma expresión ha sido adoptada por Hildebrand y aún antes, en el seno de la fenomenología, por Scheler.
Ahora bien, es evidente que no raramente las respuestas afectivas y las preferencias de un sujeto no son las requeridas por los valores que se le presentan; esto es, que esas sus preferencias no se adecuan a los valores jerárquicamente ordenados, pues prefieren o postergan lo que no es preferible ni postergable. Y se distingue entonces palmariamente lo que Scheler llama el ordo amoris descriptivo (el que de hecho tiene el sujeto) yel ordo amoris normativo (el exigido por los valores mismos), con el que no concuerda. Oigamos, aun a riesgo de su excesiva extensión, las claras palabras de Scheler:
«Al investigar la esencia de un individuo, una época histórica, una familia, un pueblo, una nación, u otras unidades sociales cualesquiera, habré llegado a conocerla y a comprenderla en su realidad más profunda, si he conocido el sistema, articulado en cierta forma, de sus efectivas estimaciones y preferencias. Llamo a este sistema el "ethos" de ese sujeto. Pero el núcleo más fundamental de ese "ethos" es la ordenación del amor y del odio, las formas estructurales de estas pasiones dominantes y predominantes, y, en primer término, esta forma estructural en aquel estrato que haya llegado a ser ejemplar. La concepción del mundo, así como las acciones y hechos del sujeto van regidas desde un principio por este sistema.
El concepto de un "ordo amoris" tiene así una significación doble: una significación «normativa» y una significación solamente de hecho o "descriptiva". Esta significación es normativa no en el sentido de que la ordenación misma sea un conjunto de normas. En tal caso, no podría ser establecida sino por alguna voluntad -humana o divina-, pero no podría ser conocida de manera evidente. Y justamente existe semejante conocimiento del rango de todos los posibles títulos que para ser amadas poseen las cosas, según su interno y propio valor. Es el problema central de toda la ética. Y lo supremo a que el hombre puede aspirar es a amar las cosas, en la medida de lo posible, tal como Dios las ama, y vivir con evidencia, en el propio acto del amor, la coincidencia entre el acto divino y el acto humano en un mismo punto del mundo de los valores. El "ordo amoris", pues, solamente se convierte en norma objetiva cuando, después de ser conocido, se halla referido al querer del hombre y ofrecido a su voluntad. Pero también es fundamental descriptivamente el concepto del "ordo amorú". Porque es el medio de hallar tras los embrollados hechos de las acciones humanas moralmente relevantes, de los fenómenos de expresión, de las voliciones, costumbres, usos y obras espirituales, la sencilla estructura de los fines más elementales que se propone, al actuar, el núcleo de una persona, la fórmula moral fundamental según la cual existe y vive moralmente este sujeto. Por tanto, todo lo que podemos conocer nosotros de moralmente valioso en un hombre o en un grupo tiene que reducirse -mediatamente- a una manera especial de organización de sus actos de amor y de odio, de sus capacidades de amar y de odiar: al "ardo amoris" que los domina y que se expresa en todos sus movimientos»,12.
Se ve a las claras, entonces, que el ideal moral de una persona es la concordancia de su ordo amoris descriptivo con el ordo amoris normativo, y que en, en caso contrario, la progresiva conformación de aquél con éste se configura como su obligada tarea moral.
Mas, si el ordo amoris descriptivo es una situación que de hecho encontramos en nosotros, y del cual manan nuestras respuestas concretas y acciones, ¿cómo tratar, cuando es el caso, de modificarlo?, ¿cómo acometer la tarea de la formación y mejoramiento del propio carácter moral? Una vez más, Hildebrand, con su habitual agudeza, se ha ocupado de este asunto atendiendo al ya aludido poder indirecto de la voluntad. Este discípulo de Scheler distingue, de esta forma, tres formas o modos de desarrollo de la libertad: la libertad directa, la libertad indirecta y la libertad cooperadora13.
No vamos ya a detenernos, sin embargo, en esta cuestión. Simplemente apuntamos, de la mano de Hildebrand, que podemos modificar nuestro ordo amoris, que se configura por las respuestas concretas afectivas y, sobre todo, por las respuestas sobreactuales, gracias a la forma cooperadora y a la indirecta de la influencia de nuestra libertad.
La primera se traduce en sancionar o reprobar el primer género de respuestas; la segunda, en preparar el terreno y remover obstáculos para progresivo predominio de las respuestas sobreactuales adecuadas. Dejemos de nuevo hablar al propio Hildebrand:
«El papel de la libertad en las actitudes sobreactuales y generales es, sin lugar a dudas, del mayor interés, pues equivale al papel de la libertad en la adquisición de las virtudes. Modificar nuestra posición sobreactual respecto de una esfera de bienes -por ejemplo, respecto de la comodidad corporal- no está en nuestro poder directo como lo está un acto de la voluntad o -en un plano más profundo- la sanción o la desautorización. Pero podemos contribuir indirectamente a apartar los obstáculos que impiden que las respuestas sobreactuales y generales moralmente buenas reinen en nuestra alma. Estas últimas son la columna vertebral de la personalidad moral. Su presencia es el factor espiritual decisivo.
Aquí se manifiesta de modo especial el extraordinario papel de nuestra libertad indirecta. La principal tarea moral se encuentra dentro de la esfera de la libertad indirecta y de la libertad cooperadora. Comprendemos ahora por qué es posible que la perfección moral, la posesión de las virtudes morales e incluso la respuesta afectiva de amor a Dios y al prójimo se nos puedan imponer como obligaciones morales.
Asimismo, vemos también por qué somos responsables de nuestra imperfección moral y de la ausencia de una plena respuesta de amor. Esto se hace comprensible en el momento en que nos demos cuenta de la libertad cooperadora, de la libertad indirecta y de la responsabilidad vinculada con ambas»14.
Ciertamente, lo alumbrado en este texto es de la mayor importancia para comprender y acometer el progreso moral, propio y ajeno, y es, así, del todo claro que «la principal tarea moral se encuentra dentro de la esfera de la libertad indirecta y de la libertad cooperadora ». Pero es también cierto que dicha tarea se encarna, recibe su fuerza inmediata y encuentra su motor más próximo en acciones concretas que repetida y conscientemente se dirigen justo a aquel «apartar los obstáculos». No se trata de otra cosa sino de la ascesis personal.
En definitiva, para ejercer ese influjo y poder indirecto de la voluntad, debemos contar con el poder directo y primero de ella, el cual se halla en el campo de las acciones concretas. De esta suerte, las acciones tienen aquí, en la realización de la tarea del mejoramiento moral, un papel primordial, siempre que se conciban y enderecen a un fin más general e indirecto que penetre en las esferas más profundas de la moralidad de la persona.
Se ha querido en estas líneas iluminar los elementos tanto de la acción (sus tres momentos) como de la estructura de la moralidad de la persona (aquellas tres esferas), resaltando el papel de la intención, para la primera, y el del mundo afectivo o del corazón, para la segunda. Pero a la vez hemos querido insistir en las mutuas y solidarias relaciones que, diversas y aun inversas desde distintos puntos de vista, aparecen entre aquellos elementos. Y es, en efecto, de la mayor importancia ocuparse tanto de una cosa como de la otra. De otro modo, o no se alcanzará el núcleo de la moralidad de la persona, o no se hará justicia a la unidad que, en su diversa densidad, posee la persona en su carácter y biografía moral.
Bibliografía.
1.En el capítulo tercero del libro 1° de la Crítica de la razón práctica.
2. Hildebrand, Dietrich von, Moralia, Gesammelte Werke IX, Regensburg 1980, p. 32 y 38.
3. Hildebrand, Dietrich von, Ética, Madrid 1983, p. 338.
4. Siempre ha visto este punto la doctrina de la Iglesia Católica. Con gran acierto y equilibrio queda claramente expuesto en la encíclica Veritatis Splendor (n. 74 a 78), al hablar de la existencia de actos intrínsecamente malos, y del objeto elegido racionalmente por la voluntad deliberada como fundamento de la moralidad de una acción.
5. Cfr. también Veritatis Splendor, n. 79 a 83.
6. En su Moralia, p. 200 Y ss.
7. Brentano, Franz, El origen del conocimiento moral, Madrid 1990, § 27, p. 33 a 35. Yen Husserl véase: Vorlesungen über Ethik und Wertlehre, «Husserliana» XXVIII, Dordrech 1988, I Abschnitt, p. 3 a 69.
8. Desde esta perspectiva, Manuel García Morente ha escrito, acaso lo más valioso en nuestra lengua en lo que a este asunto se refiere, sus lúcidos Ensayos sobre el progreso, en El «hecho extraordinario» y otros ensayos, Madrid 1986.
9. Hildebrand, Ética, p. 334 Y 335.
10. «Cada una de estas tres esferas posee una importancia moral plena y propia y no debemos considerar a ninguna de ellas únicamente como una condición previa o una disposición favorable para cualquiera de las otras», hildebrand, Ética, p. 335.
11. Como exclusiva quieren verla, por ejemplo, los defensores de la ética de la llamada opción fundamental, pero nada más ajeno al pensamiento de Hildebrand. Puede verse para ello el estudio de José María Yanguas, La intención fundamental: el pensamiento de Dietrich von Hildebrand..., Eiunsa, 1994, así como en Veritatis Splendor, n. 65 a 67.
12. Scheler, Max, Ordo amoris, en Muerte y supervivencia. Ordo amons, Madrid 1934, p. 108 Y 109. Y en hildebrand, Das Wesen der Liebe, p. 457 a 485.
13. En los cap. 24 y 25, sección II, 2.a parte de su Ética.
14. Hildebrand, Ética, p. 332.
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