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La estructura disposicional de los sentimientos Omar Rosas

Resumen
Con base en la teoría valorativa de las emociones, desarrollada por Frijda y sus colegas, se argumenta que los sentimientos pueden entenderse como parcialmente isomorfos a las emociones, cuyo rasgo fundamental radica en las disposiciones de un individuo a creer en sus experiencias emocionales y actuar en congruencia con estas. Además, se exploran los criterios que permiten diferenciar los sentimientos de otros tipos de disposición como los estados de ánimo y los rasgos de carácter. Finalmente se subraya la pertinencia de esta investigación para la filosofía política y moral.
Palabras clave: N. Frijda, disposiciones, emociones, sentimientos.

Introducción
Una de las características más sobresalientes de las palabras con las que describimos y atribuimos estados mentales con contenido afectivo es que sirven para denotar diversas experiencias cuyas estructuras fenomenológicas pueden variar considerablemente entre sí. Para ilustrar este punto, consideremos, por ejemplo, los siguientes enunciados sobre la tristeza:
1. Juan esta triste por la muerte de su gato.
2. Juan se despertó esta mañana, contemplo el cielo y, sin saber por qué, se sintió triste.
3. Juan es un hombre triste.
4. Tras cinco años de divorcio, Juan se siente todavía muy triste.
Aunque el uso del término triste nos proporciona una idea general de la experiencia afectiva1 de Juan en cada caso particular, es preciso observar que cada ejemplo supone una articulación cualitativamente diferente de variables cognitivas y motivacionales. En el ejemplo (1), la tristeza de Juan implica una reacción puntual cuyo objeto intencional es evidente y concierne a “la muerte de su gato”. En este caso, la tristeza de Juan corresponde a lo que generalmente se entiende por “emoción”. El ejemplo (2) nos presenta una situación en la que la tristeza de Juan no posee un objeto intencional preciso. La experiencia afectiva es real, pero su causa es difusa, vaga. Aquí la acepción del término tristeza indica más un estado de ánimo o humor temporal que una emoción. La situación del ejemplo (3) nos sugiere que la tristeza de Juan es una cualidad constante de su forma de ser que impregna y motiva sus percepciones, pensamientos, gestos, palabras e interacciones.
El punto crucial aquí es que se trata de un rasgo del carácter de Juan que no implica, en principio, una relación puntual con un objeto intencional definido. Finalmente, la situación representada en el ejemplo (4) es más compleja que las tres anteriores. En este caso podemos ofrecer tres interpretaciones. En primer lugar, la tristeza de Juan puede corresponder en cierto grado a un síndrome depresivo que se manifiesta, por ejemplo, en su incapacidad para “hacer el duelo” de su matrimonio y reconstruir su vida. Este síndrome puede entenderse como un estado de ánimo anormal y relativamente duradero que no implica a priori que Juan sea un hombre triste. En segundo lugar, su tristeza puede entenderse como consecuencia de su carácter triste, lo cual implica que la experiencia de su divorcio es uno de los tantos episodios de su biografía en los que se perfila su disposición a la tristeza.
En tercer lugar, la tristeza de Juan puede entenderse como su inclinación o tendencia a sentirse triste cada vez que, por ejemplo, contempla las fotos del matrimonio, encuentra una carta de amor de su ex esposa en el cajón de su escritorio o recuerda los proyectos que habían imaginado juntos. En este último caso podemos considerar la tristeza de Juan como un sentimiento, es decir, como una experiencia afectiva compleja, disposicional, duradera, motivada por y referida a un objeto intencional diferenciado.
Los ejemplos anteriores hacen evidente, pues, el hecho de que nuestro lenguaje cotidiano está cargado de realizaciones léxicas que favorecen la utilización de un mismo término (por ejemplo, tristeza) para designar diversas variaciones sobre un tema afectivo. Sin embargo, a pesar de que estos términos puedan constituir tipos lingüísticos (Wierzbicka 1999) y psicológicos (Niedenthal & Halberstadt 2000) cuyas instancias forman nuestros conceptos afectivos cotidianos (Russell, Fernández-Dols, Manstead & Wellenkamp 1995), es preciso constatar que la singularidad pragmática de estos términos no constituye en sí misma una garantía suficiente para determinar el tipo de experiencia afectiva al que hacemos alusión. En otras palabras, el riesgo latente que se corre cuando se utilizan dichos términos sin restricciones fenomenológicas contextuales es que el ejercicio de la economía lingüística inherente al lenguaje natural sacrifique la especificidad de una experiencia afectiva en nombre de la parsimonia conceptual. Lo que necesitamos para distinguir adecuadamente las experiencias afectivas es, pues, un conjunto de criterios de articulación de variables cognitivas y motivacionales que nos permitan discernir si una experiencia afectiva determinada es una emoción, un estado de ánimo, la manifestación de un rasgo de carácter o un sentimiento.
En el contexto de este artículo me ocupare particularmente de los criterios que, inspirados por concepciones filosóficas, han sido propuestos por los psicólogos Nico Frijda (1986, 1994, 2008) y sus colaboradores (Frijda, Mesquita, Sonnemans & Van Goozen 1991, Frijda & Mesquita 2001) para distinguir los sentimientos de otras experiencias afectivas.
Dichos criterios son: la duración/estabilidad de un sentimiento –especialmente cuando se le contrasta con las emociones–, la especificidad de su objeto intencional –algo que, al parecer, es deficitario en los rasgos de carácter y los estados de ánimo– y la fijación de creencias generadas por las emociones subyacentes al sentimiento. Estos criterios convergen en una concepción relevante, tanto para la filosofía como para la psicología, a saber: los sentimientos, entendidos como disposiciones afectivas, manifiestan las tendencias de un individuo a percibir el mundo desde un trasfondo afectivo particular, formar ideas adecuadas a su percepción y generar las pautas de acción correspondientes.
Sin embargo, esta articulación entre disposición y afectividad genera por lo menos tres interrogantes. En primer lugar, es preciso definir lo que se entiende por afectividad cuando nos referimos a un sentimiento. En el enfoque particular que examinare aquí, la dimensión afectiva de un sentimiento se entiende en términos de emociones particulares que impregnan o colorean la disposición afectiva de un individuo. Pero si la carga afectiva de un sentimiento se obtiene, por así decir, “transitivamente”, a través de la experiencia de una emoción, podemos preguntarnos si los sentimientos no son más que epifenómenos de las emociones, en cuyo caso no necesitaríamos asignarles un estatus epistemológico especial; bastaría simplemente con entenderlos como emociones duraderas. En segundo lugar, el calificativo “disposición afectiva” se aplica no solo a los sentimientos, sino también a otras experiencias afectivas como los estados de ánimo y los rasgos de carácter. La pregunta que surge aquí es en qué medida los criterios de duración, especificidad del objeto intencional y fijación de creencias constituyen argumentos suficientes y necesarios para distinguir entre sentimientos, estados de ánimo y rasgos de carácter. Finalmente, dado que las disposiciones son propensiones o inclinaciones que precisan de condiciones apropiadas para su actualización, ellas no son por si mismas motivos para actuar. En consecuencia, la pregunta que surge tiene que ver, pues, con los posibles factores motivantes de un sentimiento.
Responder a estas tres preguntas será mi objetivo principal.
La estructura del artículo está concebida de la siguiente manera. La primera sección comporta una clarificación terminológica e histórica del concepto de sentimiento. La segunda sección introduce la perspectiva de Nico Frijda y sus colaboradores sobre el carácter disposicional de los sentimientos, perspectiva a través de la cual se despejara el terreno para analizar las tres preguntas mencionadas anteriormente. La tercera sección examinara, desde un punto de vista filosófico, la pertinencia de los criterios de distinción, así como de las nociones de disposición y emoción contenidas en dicha perspectiva, y propondrá una elucidación de los sentimientos como disposiciones afectivas. La última sección estará consagrada a algunas conclusiones y prospectivas de esta investigación
y su pertinencia para la filosofía política y moral.

1. Notas preliminares sobre el concepto de sentimiento
El término sentimiento presenta una ambigüedad referencial que nos permite entenderlo, o bien como una sensación, es decir, un componente sensorial de una experiencia, o bien, y en un sentido más restringido, como un estado mental compuesto de elementos afectivos, cognitivos y motivacionales, y referido a un objeto intencional.
Esta ambigüedad se refleja igualmente en el hecho de que los conceptos de feeling y sentiment se traducen comúnmente al castellano como “sentimiento”. Aunque en la literatura filosófica y psicológica anglosajona estos dos términos han sido a menudo diferenciados, la historia de su uso revela interconexiones semánticas que favorecen la confusión referencial.
Según el Oxford English Dictionary, los primeros registros del termino feeling aparecen en los siglos XII y XIII, esencialmente como maneras de referirse a la sensibilidad propia del sentido del tacto.
Posteriormente, en los siglos XIV y XV, este término, utilizado usualmente en plural, designa sensaciones físicas o percepciones discretas a través de los diferentes sentidos. Dado su carácter de substantivacion del verbo to feel, feeling es utilizado igualmente en este periodo para hacer referencia tanto a la facultad como a la acción de sentir. Un poco más tarde, durante los siglos XVI y XVII, el término designa tanto el carácter pasivo de la experiencia sensible como el conocimiento inmediato de un objeto obtenido a través de los efectos o impresiones que este produce en el sujeto. Por esta misma época, feeling comienza a ser utilizado igualmente para designar la susceptibilidad humana a ciertos afectos “elevados y refinados”, como, por ejemplo, la sensibilidad ante el sufrimiento ajeno (a menudo referida como good feeling).
A partir de los siglos XVIII y XIX, feeling comienza a adquirir connotaciones filosóficas mas restringidas, y se utiliza para designar:
(1) un estado de conciencia,
(2) el género que incluye sensaciones, deseos y emociones, y que excluye percepciones y pensamientos,
(3) el carácter agradable o penoso de un estado mental –debido a la influencia del concepto kantiano de Gefühl– y
(4) una creencia o conocimiento intuitivo que no necesita ni admite pruebas.
Por su parte, los primeros registros del termino sentiment aparecen en el siglo XIV bajo las formas ortográficas “sentment”, “sentament” y “sentement”, y su significado variara a lo largo de dos siglos entre experiencia personal, sensación física, cualidad sensible y percepción emocional. En el siglo XVII, el término designa, (1) una actitud mental de aprobación o desaprobación respecto de un objeto, persona o situación, y (2) las impresiones que incluyen un elemento intelectual o conciernen a un objeto ideal. A partir del siglo XVIII, el término es reintroducido esta vez bajo la forma ortográfica “sentiment”, heredada del francés, forma en la que aparecerá en los escritos de filósofos pertenecientes al empirismo británico (o a la Ilustración escocesa, según la preferencia historiográfica del lector) como Hutcheson (1993), Shaftesbury (2000), Hume (1975) y Adam Smith (1997), entre otros.
A partir de ese momento, el termino sentiment designa la manifestación de la sensibilidad humana que incluye un cierto grado de refinamiento intelectual de la afectividad. A lo largo de su historia, los términos feeling y sentiment estarán, pues, imbricados en la compleja red semántica compuesta por los conceptos de sentido (sense), sensación (sensation) y sensibilidad (sensibility).
Sin embargo, aunque feeling y sentiment hayan cohabitado más o menos harmoniosamente en la literatura popular y académica anglosajona, es preciso notar que el segundo término ha designado históricamente una modalidad afectiva diferente a ciertas experiencias “turbulentas” como las pasiones y las emociones (Schmitter 2008), gracias a su asociación con disposiciones y facultades “nobles” y “sosegadas” que nos separan del resto de las criaturas vivientes (Frazer 2010): sentimientos morales, juicios estéticos, sentimientos religiosos, etc. Esta “intelectualización” de la afectividad, sobre todo en la ética y la estética del siglo XVIII, dio origen al “sentimentalismo”, enfoque según el cual las facultades humanas de sensibilidad e imaginación nos permiten abstraernos de nuestra subjetividad empírica para, por ejemplo, “ponernos en el lugar de otro” y empatizar con él; “trascender nuestra simple capacidad visual” para contemplar la belleza de una obra de arte, o “trascender la finitud de nuestra condición humana” para admirar la omnipotencia y la infinita bondad de Dios.
Aunque la historia del concepto de sentimiento se encuentra inherentemente ligada a la tradición filosófica que ha estudiado los conceptos de pasión, afecto, sensibilidad, apetito y emoción como temas relevantes de la retórica, la religión, la epistemología, la estética y la ética (Brunschwig & Nussbaum 1993, Cates 2009, Dixon 2003, Gross 2006, James 1997, Knuuttila 2004, Solomon 2004), cabe señalar que el primer impulso de sistematización científica de los sentimientos no provino de la filosofía, sino de la psicología de finales del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX.2 Así, en los trabajos de Shand (1896), Stout (1903), McDougall (1908, 1933), Murray & Morgan (1945a, 1945b), French (1947) y Broad (1954), los sentimientos se perfilan como componentes esenciales del carácter de un individuo, y adquieren una relevancia epistemológica como elementos causales en la explicación de la conducta humana. Como resultado de estas primeras investigaciones sistemáticas, las emociones tenderán a ser consideradas como reacciones inmediatas relativas a un objeto intencional preciso, cuya duración es relativamente limitada en el tiempo e implican una valoración positiva o negativa del objeto en cuestión.
Los sentimientos, por su parte, serán concebidos como estructuras cognitivas afectivamente complejas y duraderas, organizadas bajo la forma de disposiciones afectivas relativas a objetos intencionales, y determinantes de las pautas actitudinales de los individuos que los experimentan. Si bien es cierto que estos psicólogos reconocen y critican la herencia histórica de las propuestas teóricas del empirismo británico y la pertinencia de los trabajos de William James3 (1884) y Carl Lange (Lange & James 1922) sobre las emociones, su esfuerzo de sistematización se nutre en su mayoría de fuentes empíricas provenientes tanto de los enfoques naturalistas de Darwin (1955) y Spencer (1876) como de las investigaciones psicológicas de los autores franceses Ribot (1896) y Paulhan (1902), entre otros.
Hoy en día, los conceptos de feeling y sentiment siguen siendo parte del vocabulario técnico de filósofos y psicólogos anglófonos, aunque se pueden percibir ciertas diferencias en términos de énfasis y especialización. Por ejemplo, mientras que el término feeling juega un rol explicativo fundamental en la mayoría de las teorías somáticas y cognitivas de las emociones, el término sentiment ha sido preferentemente implementado en la filosofia moral de corte analítico (Baier 1991, D’Arms & Jacobson 2000, Nichols 2004, Pugmire 2005, Rawls 2006, Slote 2010, Strawson 1974, Wallace 1998), el cognitivismo no moral (Ben-Ze’ev 1997, 2000) y la psicología (Frijda 1986, 1994; Frijda et al. 1991, Frijda & Mesquita 2001, Rime 2005).
Antes de continuar, quiero señalar aquí que mi intención al distinguir los sentimientos de otras experiencias afectivas no obedece a ninguna voluntad de otorgarles el estatus de una clase natural independiente, como ciertos autores han intentado hacerlo en el caso de las emociones, con escaso éxito (Griffiths 1997). Más bien, de lo que se trata en este contexto es de definir la especificidad fenomenológica de los sentimientos respecto de otras experiencias afectivas, especificidad que deberá ser concebida inevitablemente dentro del largo espectro de modalidades que componen la vita afectiva. Sobre el trasfondo de estas aclaraciones terminológicas e históricas preliminares, el termino sentimiento (sentiment) será entendido en este artículo como una experiencia afectiva de carácter disposicional y dirigido a un objeto intencional especifico, y no como sensación (feeling).

2. Emociones y sentimientos: el punto de vista del psicólogo.
Como anunciamos más arriba, uno de los enfoques psicológicos contemporáneos que concibe los sentimientos como una categoría.
Epistemológica inspirada por argumentos filosóficos es el de Nico Frijda y sus colegas. Según Frijda et al. (1991 189- 90), los diferentes “fenómenos” que componen la vida afectiva pueden clasificarse de la siguiente manera:
(1) Emociones: estados afectivos, actuales o potenciales, que conciernen a un objeto emocional específico.
(2) Episodios emocionales: estados de transacción emocional relacionados con un acontecimiento emocional.
(3) Sentimientos: disposiciones emocionales respecto de objetos específicos.
(4) Pasiones: objetivos de acción persistentes y de naturaleza emocional.
(5) Humores: estados afectivos evaluativos, activos o potenciales, más o menos continuos y sin objeto específico.4
Aunque esta clasificación de las diferentes experiencias afectivas (que ellos llaman indistintamente “fenómenos” o “estados”) tiene como objetivo principal fundamentar métodos de investigación empírica, los autores reconocen su deuda con ciertas fuentes filosóficas: El concepto de objeto emocional en estas descripciones debe tomarse en sentido filosófico: un objeto es aquella persona, cosa o suceso al que se refiere la emoción, respecto del cual existen deseos o aversiones, y que orienta la acción hacia él o lejos de él. El término “concernir a” se utiliza para indicar la relación entre una emoción y su objeto, y cumple la función de “intención” en el sentido filosófico más amplio.
(Frijda et al. 190)5
Al mismo tiempo, Frijda y sus colegas afirman que los adjetivos “ocurrente” (occurrent) y “disposicional” (dispositional), con los que caracterizan y atribuyen los diferentes “fenómenos afectivos” en su enfoque, son utilizados en el sentido propuesto por Ryle (2009), es decir, como sucesos y disposiciones. Así, las dos coordenadas que servirán para analizar las diferentes experiencias afectivas quedan establecidas. Por un lado, estas experiencias serán identificables en términos del grado de intencionalidad6 (general/específica) respecto de sus objetos y, por el otro, ellas serán discernibles en razón de su advenimiento como sucesos o de su estado latente (y potencial actualización) como disposiciones. No obstante, para entender adecuadamente la estructura disposicional de los sentimientos, así como las reflexiones que desarrollare en las secciones siguientes, es preciso detenerse un momento y considerar brevemente lo que estos autores entienden por emoción.
Los trabajos de Frijda y sus colegas se inscriben dentro del marco teórico-experimental conocido como la teoría valorativa de las emociones (appraisal theory of emotions). De acuerdo con esta visión –introducida por Arnold (1960) y posteriormente desarrollada por Frijda (1986) y Lazarus (1991), entre otros–, las emociones son respuestas complejas de un individuo a estímulos del entorno, y aunque comportan reacciones somáticas, ellas se caracterizan por una valoración (appraisal) –intuitiva, según Arnold– positiva o negativa de un objeto intencional (individuo, acontecimiento o situación), y una tendencia a la acción (action readiness) relativa al objeto en cuestión. El elemento valorativo incluido en la emoción constituye una evaluación inmediata que revela el valor afectivo atribuido al objeto intencional de la emoción. Por su parte, la dimensión activa de la emoción se refiere a las tendencias y motivaciones de un individuo a reaccionar de acuerdo con el estímulo afectivo, es decir, su tendencia a evitar, buscar o confrontar dicho estimulo.
El hecho de que las emociones sean consideradas como “valoraciones” ha contribuido a la categorización de la teoría valorativa como teoría “cognitiva” de las emociones.7 El carácter cognitivo de estas teorías reposa en la idea de que las valoraciones constituyen procesos cognoscitivos evaluativos, cuyo significado e importancia emocional son estimados con respecto a objetivos, valores, intereses y preocupaciones relevantes para un individuo. Las teorías cognitivas se oponen a las teorías “somáticas” de las emociones, propuestas por psicólogos y filósofos que defienden un punto de vista estrictamente perceptivo y/o neuro-fisiológico,8 y que sostienen que las emociones no necesitan ningun elemento causal cognitivo para ser explicadas adecuadamente (cf. Prinz 2004, Zajonc 1980, 1984). Sin embargo, es menester constatar que la teoría valorativa ha sido, hasta la fecha, la única que ha abordado metódicamente la cuestión de la estructura de los sentimientos, y por esta razón es resaltada en este contexto.
De acuerdo con Frijda et al. (1991), las emociones también pueden formar o estimular creencias9 relacionadas con el significado afectivo atribuido a sus objetos intencionales. Dichas creencias conciernen, por lo general, al objeto intencional como tal o a algunas de sus propiedades. En ciertas ocasiones, estas creencias se forman inmediatamente, in situ, y su duración es provisional, es decir, se mantienen mientras la emoción es experimentada y se acaban una vez la emoción ha desaparecido. Por ejemplo, durante una disputa conyugal fuerte podemos preguntarnos que vimos en esa persona con la que compartimos nuestra vida y por qué seguimos con ella.
Sin embargo, una vez que la emoción ha pasado, nos asombramos de todas las cosas despectivas que pudimos pensar y decir acerca de nuestro cónyuge. En otras ocasiones, las emociones dan origen a creencias que se forman tras periodos más o menos duraderos de cavilación (rumination) y reflexión. Tal es el caso cuando, luego de una discusión acalorada con un colega, decidimos salir a caminar para calmarnos, pero la ira continua impregnando nuestros pensamientos y cavilaciones, y nos lleva a creer que el colega en cuestión es impertinente, incompetente, ridículo, etc.
Segun Frijda & Mesquita (2000), las creencias generadas a partir de las emociones poseen tres características fundamentales:
1) ellas implican generalizaciones; 2) aun si son provisionales, reclaman permanencia en el tiempo, y 3) durante el tiempo en que persisten, son creencias fuertemente arraigadas, dado que pueden tener una alta probabilidad de ser verdaderas, o son simplemente consideradas como verdaderas por el individuo (cf. id. 54-55). La primera característica significa que las creencias se refieren a atributos estables o propiedades intrínsecas del objeto intencional, es decir, a lo que los objetos son capaces de producir. Nuestra valoración de un animal como amenazador o peligroso porque ladra y muerde obtiene la forma de una creencia respecto de un perro particular o de los perros en general como peligrosos. Nuestro deleite producido por la conducta agradable de una persona puede generar la creencia de que ella es encantadora y atractiva. La segunda característica indica que, dado que las creencias se refieren a atributos estables del objeto, se trata de creencias en algo que persiste. Así, en el caso de la disputa conyugal, los pensamientos que atraviesan nuestra mente pueden incluir ideas del tipo: “Nunca pensé que él/ella fuera tan insensible (indiferente, cruel, etc.)”, pensamientos que tienden a establecerse como creencias durante un periodo de tiempo considerable.
Por último, la tercera característica sugiere que un grado de certeza subjetiva acompaña la creencia formada a partir de la base emocional. Por ejemplo, durante y aun después de un episodio de celos, estamos seguros de que nuestras aprensiones son fundadas, que ciertos gestos y conductas de nuestro cónyuge son sospechosos y revelan infidelidad, etc.
Armados con los elementos básicos de la comprensión valorativa de las emociones y la influencia que estas tienen en la formación de creencias, podemos ahora retomar nuestra discusión sobre la estructura disposicional de los sentimientos.
Con base en los informes personales de sujetos a quienes se les había pedido que recordaran y describieran experiencias afectivas significativas en sus biografías, Frijda et al. (1991) constataron que las descripciones de cada individuo variaban a lo largo de dos dimensiones fundamentales: la duración del episodio y las tendencias o disposiciones cognitivo-conductuales de los sujetos. Dichas variaciones se vieron reflejadas en las construcciones lingüísticas utilizadas para redactar los informes, construcciones que incluyen expresiones como “la ira nunca desapareció” o “la tristeza me persigue desde entonces”. Los informes revelaron que ciertas descripciones de experiencias afectivas que los autores catalogan como sentimientos (sentiments) implican la presencia de una emoción particular referida a un objeto intencional (ira, tristeza, etc.), una duración prolongada de la emoción (reflejada en las expresiones adverbiales “nunca”, “desde entonces”, etc.) y una tendencia o disposición referida al objeto intencional de la experiencia.
En diferentes contextos, Frijda y sus colegas han sugerido que un sentimiento puede entenderse como:
a) “Una disposición a responder emocionalmente a un objeto dado” (Frijda et al. 207).
b) Un esquema afectivo compuesto de una representación latente de un objeto relevante para nuestras preocupaciones y que sugiere que tipo de acción sería deseable en relación con dichas preocupaciones (cf. Frijda & Mesquita 55).
La caracterización de los sentimientos como valoraciones de ajuste/desajuste, disposiciones, esquemas afectivos y representaciones latentes implica varios puntos. En primer lugar, aunque los sentimientos posean características estructurales similares a las de las emociones (intencionalidad, valoración), ellos no se reducen a simples efectos secundarios o secuelas de emociones inmediatas, sino que constituyen tendencias o disposiciones afectivas referidas a objetos intencionales que nos atañen y por las cuales manifestamos preocupación e inclinación. En segundo lugar, los objetos intencionales de los sentimientos están siempre abiertos a atribuciones de rasgos afectivos como amenazador, despreciable, irritante, llamativo, gratificante, etc., atribuciones que allanan el terreno para el surgimiento de motivaciones destinadas a mantener el ajuste o corregir el desajuste entre una preocupación o interés y una situación determinada. Finalmente, los sentimientos comprenden una visión global y asociativa de sus objetos intencionales, en la que la valoración inicial obtenida a través de la emoción, junto con la presencia de pensamientos y recuerdos, genera creencias relevantes tanto para el establecimiento de los sentimientos como disposiciones, como para las pautas de acción subsecuentes.
Frijda & Mesquita consideran que la distinción fundamental entre emociones y sentimientos procede de la fijación de las creencias generadas por las emociones. En efecto, los autores argumentan que estas creencias pueden, o bien “convertirse” en creencias duraderas, o bien “generar” creencias generalizadas y duraderas. Cuando alguna de estas dos situaciones tiene lugar, concluyen los autores, podemos afirmar que una emoción se convierte en sentimiento. La fijación de una creencia emanada de una emoción favorecerá, pues, la formación de una disposición a sentir, pensar y actuar de determinada manera cada vez que el objeto intencional del sentimiento es percibido o incluso imaginado.10
Sin embargo, Frijda & Mesquita (cf. 56-58) argumentan que esta “transformación” de emociones en sentimientos solo se da bajo ciertas condiciones:
(1) El acontecimiento emocional se presta a una atribución disposicional. Por ejemplo, un hombre que manifiesta indiferencia hacia su esposa cada vez que tienen una disputa hace evidente su capacidad de desconsideración y su falta de afecto. Consecuentemente, la indiferencia sentida por la esposa puede generarle creencias basadas en la estabilidad de la indiferencia de su marido y promover en ella una respuesta afectiva disposicional de ira o irritación.
(2) La pertinencia de una creencia para sortear una situación actual. Cuando ciertas situaciones conflictivas son de larga duración, por ejemplo, un matrimonio que se deteriora o el yugo de una opresión política, los individuos implementan creencias constantemente para poder hacer frente a la situación. Reacciones de odio, desprecio, indignación, resentimiento o aversión pueden generarse durante el proceso de evaluación de la situación, y devenir estables gracias a la fijación de creencias ligadas al deterioro de la relación o al carácter intolerable de la situación política.
(3) La presencia de un soporte social que fortifica la creencia. Las creencias temporales surgidas de la emociones tienden a fijarse en el tiempo en situaciones que afectan significativamente la identidad e integridad personal y social. Por ejemplo, el hecho de ser agredido u ofendido por un miembro de un estatus social, grupo étnico o partido político diferente fomenta el surgimiento automático tanto de representaciones parciales (estereotipos) como de creencias que alimentan disposiciones afectivas dirigidas no solo hacia el individuo en cuestión, sino hacia el grupo social, étnico o político al cual pertenece.

 (4) La influencia de anticipaciones emocionales. Una anticipación emocional es un pronóstico, predicción o imaginación de emociones reales que pueden tener lugar bajo ciertas condiciones particulares.
Dichas anticipaciones emocionales funcionan como “emociones virtuales” y pueden generar creencias duraderas relativas a un objeto intencional. Por ejemplo, en el caso de la opresión política mencionada antes, los oponentes al régimen autoritario que preparan una contraofensiva pueden anticipar la alegría o el júbilo que implicara poder expresarse libremente si su maniobra tiene éxito.
Esta anticipación emocional generara y fijara creencias referidas a un nuevo orden social, creencias que los dispondrán a pensar y actuar de acuerdo con la pertinencia de su objeto intencional.
Tenemos, así, todos los elementos que componen la perspectiva de Frijda y sus colegas sobre la estructura disposicional de los sentimientos. En primer lugar, los sentimientos son disposiciones generadas a partir de emociones subyacentes que le dan su tono afectivo. En segundo lugar, ellos heredan de las emociones tanto su objeto intencional como las preocupaciones o intereses relativos a este. Finalmente, los sentimientos se establecen como disposiciones según las condiciones mencionadas anteriormente. Podemos ahora proceder a examinar las tres preguntas referidas en la introducción, a saber, si los sentimientos son epifenómenos de las emociones; cuales son las diferencias entre los distintos tipos de disposición afectiva, y cuál es el rol de los sentimientos en la motivación para la acción. Estos son los temas de la siguiente sección.

3. Sentimientos, disposiciones y motivación
La perspectiva de Frijda y sus colaboradores sobre la estructura disposicional de los sentimientos se articula en torno a lo que llamare y defenderé como “isomorfismo parcial” entre emociones y sentimientos.
Se trata, pues, de un “isomorfismo”, en la medida en que los sentimientos heredan de las emociones subyacentes el tono afectivo, el objeto intencional y las tendencias a la acción. Pero este isomorfismo es “parcial”, puesto que, gracias a la fijación de creencias, los sentimientos se estabilizan como disposiciones, de suerte que su estructura no corresponde a la de una reacción inmediata, típica de las emociones. Sin embargo, es preciso constatar que las condiciones bajo las cuales las creencias se fijan y, en consecuencia, generan las disposiciones tienen un estatus epistemológico particular: ellas son condiciones cognitivas.
Esto resulta comprensible cuando se considera que, como defensores de una teoría cognitiva, Frijda y sus colegas buscan explicar los mecanismos y procesos, subjetivos y/o intersubjetivos, que subyacen a la formación de la disposición. Las cuatro condiciones para la fijación de las creencias mencionadas más arriba corresponden a la implementación de procesos cognitivos de diversa índole: procesos cognitivos de bajo nivel, como la percepción y valoración afectiva inmediata de la información; procesos de nivel medio, como la inducción y la deducción y procesos de alto nivel, como la imaginación, el razonamiento normativo, la toma de decisiones y la solución de problemas. Así pues, las condiciones de la fijación de creencias, fijación que a su vez garantiza la formación de una disposición, son condiciones empíricas relativas al funcionamiento cognitivo del sujeto, y no tanto condiciones lógicas en el sentido propuesto por Ryle (2009). De esta manera, Frijda y sus colegas han adoptado la noción ryleana de disposición, pero la han justificado en términos de procesos cognitivos.
Sin embargo, esta justificación cognitiva de las disposiciones no se aleja demasiado de lo que Ryle obtuvo, a pesar de sí mismo, como resultado. La complejidad del tratamiento que Ryle hace de las disposiciones mentales proviene de su tendencia a oscilar, sin prevenir, entre dos registros de aserción: aserciones de lenguaje disposicional (palabras que denotan disposiciones, atribuciones de disposiciones) y aserciones ontológicas sobre las disposiciones mentales. En cuanto al registro de aserciones de lenguaje disposicional, Ryle establece una distinción cualitativa entre la categoría lógico-lingüística del discurso disposicional y la categoría lógico-lingüística del discurso de sucesos o advenimientos. Por otro lado, en el registro de aserciones ontológicas, Ryle establece una distinción cualitativa entre dos categorías ontológicas: los sucesos y las disposiciones mentales. En este registro, las disposiciones se diferencian de sucesos, procesos, actividades, estados, acciones puntuales o “propiedades reales” de una “sustancia pensante”. El problema con esta distinción entre sucesos y disposiciones es que se trata, como Hampshire lo señalo severamente (cf. 245), de una distinción seudológica, ya que Ryle no solo busca demarcar las inferencias deductivas que emergen de las reglas de uso de expresiones referidas a contenidos mentales particulares, sino también –y sobre todo– proveer las pruebas (tests) apropiadas para las frases en las que aparecen dichas expresiones, pruebas que dependen, en ultimas, de interpretaciones de la conducta manifiesta de los sujetos. El reproche de Hampshire apunta a que los argumentos de Ryle son un caso de obscurum per obscurius, ya que este no distingue claramente entre aserciones de lenguaje disposicional y aserciones ontológicas sobre las disposiciones mentales, y cuando comienza sus argumentos con las primeras, termina justificándolos con las segundas.
Por razones de espacio no puedo considerar aquí todos los pormenores de la crítica de Hampshire o las de otros filósofos a Ryle, ni tampoco las respuestas que un ryleano podría ofrecer a dichas críticas.
Más allá de las posibles inconsistencias internas de los argumentos que Ryle ofrece para distinguir entre sucesos y disposiciones, esta distinción tiene un valor heurístico pertinente para mi objetivo, a saber, que sucesos y disposiciones tienen condiciones de verificación en la conducta manifiesta y verbal de los individuos.11 De igual manera, considero que el valor heurístico del isomorfismo parcial radica en proponer el mecanismo de la fijación de creencias como catalizador en el proceso de transformación de las emociones en sentimientos, de los sucesos en disposiciones. Sin embargo, esta metáfora del catalizador no basta para discernir si los sentimientos, una vez estabilizados por la acción de creencias fijas, no son más que epifenómenos de las emociones, o si ellos poseen algún estatus epistemológico independiente.
Para responder a esta pregunta, volvamos sobre la base de la teoría valorativa de las emociones. Frijda y sus colegas afirman que el rasgo fundamental de una emoción consiste en la valoración situada de un objeto intencional y ciertas tendencias a la acción. Dicha valoración es un proceso evaluativo que revela el valor afectivo atribuido al objeto de la emoción y prepara al individuo para actuar en consecuencia.
Posteriormente, los autores argumentan que las emociones pueden generar creencias que se fijan según las condiciones mencionadas más arriba, dando lugar a una disposición afectiva llamada “sentimiento”.
La pregunta que cabe hacer es si en este proceso la valoración que caracteriza a una emoción difiere en algún sentido de la creencia generada a partir de ella. En otros términos, la pregunta apunta a saber si la creencia generada a partir de una emoción es una simple extensión de la valoración original, en cuyo caso sentimiento y emoción constituirían una y la misma experiencia afectiva. Si bien es cierto que tanto la valoración como la creencia son elementos cognitivos de la emoción y el sentimiento respectivamente, la diferencia entre ellas radica en que la valoración es el resultado de un proceso de bajo nivel, automático o intuitivo, mientras que la creencia surge de un proceso intencional de alto nivel que implica reflexión y justificación. En el nivel de la valoración, el objeto intencional de la emoción es detectado e inmediatamente evaluado como nocivo, benéfico, amenazador, etc. Pero no se trata aquí de procesos evaluativos en el sentido filosófico de juicios, es decir, procedimientos racionales de justificación de la verdad o falsedad de una proposición. Por otro lado, la creencia implementada a partir de una emoción comporta propiedades en el sentido filosófico, es decir, una creencia es una proposición susceptible de ser verdadera o falsa según criterios lógicos y empíricos de verificación. Así, aunque valoración y creencia sean, pues, evaluativas, los niveles epistemológicos en los que ellas se sitúan difieren entre sí. Algunos autores, como Lazarus (1991), han contribuido a la confusión entre estos dos niveles al utilizar el término “valoración secundaria” (secondary appraisal) para caracterizar la formación de proposiciones en el sentido antes mencionado. Otros, como Solomon (2003), consideran simplemente que las emociones son juicios. Pero la valoración no obedece a las mismas condiciones de verificación que la creencia; una vez que el objeto intencional ha sido percibido, la valoración afectiva es verdadera para el individuo. Esto sucede incluso en ocasiones en las que el objeto intencional no es real, como, por ejemplo, cuando entramos desprevenidamente en una habitación poco iluminada y percibimos una serpiente de plástico en el suelo; la valoración del animal como peligroso tiene lugar automáticamente y nuestro miedo es verdadero, independiente de que nos expliquen y/o comprobemos a posteriori que se trataba de una imitación perfecta de una serpiente.
Ahora bien, las creencias generadas por las emociones y fijadas en disposiciones afectivas tienen criterios empíricos de verificación que nos permiten afirmar su verdad o falsedad. Ellas funcionan en el mismo nivel epistemológico que otras creencias generadas, por ejemplo, por ignorancia o informaciones insuficientes. Así, el amor que sentimos por una mujer genera en nosotros creencias respecto de su fidelidad y honestidad, lo que nos dispone a sentir, pensar y actuar de forma amorosa hacia ella. Las condiciones de verificación en este caso son relativas a palabras, gestos y acciones que confirman la veracidad de lo que creemos. Pero si la descubrimos besándose con otro o si nos confiesa su infidelidad, nuestras creencias son también falseadas a través de las mismas condiciones de verificación. Es cierto que ella puede mentirnos y actuar como si fuese fiel y honesta, o incluso podemos creer que nos engaña sin que en realidad lo haga, pero en cualquiera de estas dos opciones, las creencias emocionales generan una disposición.
No obstante, las creencias basadas en nuestra ignorancia o en interpretaciones sesgadas se rigen por las mismas condiciones de verificación; la única diferencia consiste en el tiempo necesario para verificarlas.
Pero no debemos confundir la valoración de la (falsa) serpiente con la falsa creencia en la fidelidad de la mujer. En el primer caso, la valoración cumple su objetivo: atribuirle al objeto intencional un rasgo afectivo particular y prepararnos para actuar en consecuencia. Las verificaciones post hoc no anulan la autenticidad o veracidad de la valoración que genera la experiencia afectiva. En el segundo caso, por el contrario, dichas verificaciones confirman o anulan la veracidad de la creencia, y las consecuencias de la verificación conservan, modifican o anulan la disposición. Así pues, las diferencias epistemológicas entre valoración y creencia, aquella como base de las emociones y esta como base de las disposiciones, sugiere que los sentimientos no son simples epifenómenos de las emociones, sino experiencias afectivas cuya estructura disposicional es estable mientras las condiciones de verificación así lo indiquen.
Pasemos ahora a examinar si existen diferencias entre la estructura disposicional de los sentimientos y otras experiencias afectivas cuyas estructuras son igualmente disposicionales: los estados de ánimo y los rasgos de carácter.
Una de las distinciones “clásicas” entre estados de ánimo, sentimientos y rasgos de carácter es su duración. Así, en una clasificación intuitiva de menor a mayor duración, que incluiría sin duda las emociones en el primer lugar, tendríamos algo así como la siguiente serie: estados de ánimo, sentimientos y rasgos de carácter. Seguidamente, podríamos asignarle a cada experiencia afectiva un intervalo en una escala dividida en milisegundos, segundos, minutos, horas, días, etc., y comparar las diferencias entre ellas según la cantidad de unidades de sus respectivos intervalos. El problema que surge con esta clasificación temporal es que, por ejemplo, un estado de animo crónico (depresión) puede corresponder al intervalo de un sentimiento (tristeza), y este, si esta acompañado por una patología, puede, a su vez, extenderse hasta solaparse con el intervalo de un rasgo de carácter (persona triste). Una manera naturalista para solucionar el problema consiste en postular procesos neurofisiológicos normales subyacentes a cada experiencia; “medir” el tiempo que toman en ponerse en marcha, alcanzar el punto máximo y disiparse; comparar con mediciones de los mismos procesos esta vez patológicamente alterados, y, con base en los resultados obtenidos, establecer patrones para cada experiencia afectiva. Otra manera consistirá en pedirle a los sujetos de un experimento que describan episodios afectivos en su historia, coloquen un nombre al episodio y asignen una duración según una escala propuesta. De hecho, estas son dos de las formas como varios psicólogos y neurocientificos han procedido para justificar las diferencias temporales entre experiencias efectivas. Sin embargo, los resultados obtenidos están lejos de producir un consenso general y, sobre todo, revelan las preferencias epistemológicas y metodológicas de los investigadores. Pero acudir a preferencias y técnicas científicas no resuelve el problema de la inconmensurabilidad de medidas, sino que agrega otro más respecto de la indeterminación de los criterios temporales: habría, pues, tantos criterios para distinguir la duración de las experiencias afectivas, como procesos neurofisiológicos descubiertos y por descubrir, preferencias de los científicos que los miden en laboratorios, técnicas de medición utilizadas e individuos que describen sus propios episodios afectivos.
Ante esta situación, la actitud más prudente es, quizás, reconocer el criterio de duración propuesto por diferentes investigadores en su justo valor, es decir, como una heurística para organizar la multitud de variaciones a lo largo del espectro de la afectividad, pero no como una propiedad inherente a las experiencias afectivas.
En cuanto al criterio de la especificidad del objeto intencional, los estados de ánimo y los rasgos de carácter parecen ser deficitarios.
Esta ausencia de objeto intencional en los estados de ánimo se expresa a menudo en la dificultad que tienen los sujetos para identificar las causas de sus estados. Pero es necesario hacer una precisión aquí. Es posible argumentar que algunos estados de ánimo pueden surgir tras una emoción, como, por ejemplo, la muerte de un ser querido. Así, podríamos decir que en este caso la tristeza (emoción) deja una estela que se prolonga en el tiempo (estado de animo triste) sin perder por ello su objeto intencional. Sin embargo, en la medida en que el objeto intencional es específico, identificable, podemos simplemente llamar a este estado “emoción”, independiente de que intuitivamente tendamos a distinguirlo en términos de su “duración”. En otros casos, el estado de ánimo es real, pero el sujeto no puede atribuirle un objeto particular, como el individuo que se despierta en la mañana y, sin saber por qué, se siente triste. El punto aquí es que el estado de ánimo representa ciertamente una disposición del individuo a percibir su entorno a través de un prisma afectivo, pero no una disposición concernida o preocupada por un objeto intencional definido, como es el caso de los sentimientos.
Cualquier estimulo de su entorno (un sueño, un olor, una canción, el estado del tiempo, etc.) puede figurar entre los factores desencadenantes del estado de ánimo, lo cual implica una indeterminación del objeto intencional y de las creencias que el sujeto podría formar en consecuencia. En el caso de los rasgos de carácter, estos se entienden igualmente como disposiciones estables, pero no han de identificarse con los sentimientos. Si bien es cierto que los rasgos de carácter predisponen a sentir y actuar de cierta manera y, en consecuencia, podríamos catalogarlos como sentimientos, es necesario observar que no todos los sentimientos son única y exclusivamente manifestaciones de rasgos de carácter. Así, un hombre bondadoso (rasgo) tiene la disposición a realizar actos que se traducen en bondad hacia diversas personas y en diversas ocasiones, mientras que un hombre que ama profundamente a sus hijos (sentimiento) tiene la disposición a hacer cualquier acto que se traduzca en beneficios particularmente –o quizás exclusivamente– para ellos, independiente de que él sea o no bondadoso.
Esta diferencia entre sentimientos y rasgos de carácter pone de manifiesto dos motivaciones diferentes. En el caso de los sentimientos, la motivación respecto del objeto intencional es primaria y manifiesta la preocupación (concern) por este, pero ella es secundaria respecto del resto de objetos en el entorno. En el caso de los rasgos de carácter, la motivación es primaria, indistinta e independiente de cualquier preocupación referida a un objeto intencional especifico.12
Pero la cuestión de la motivación comporta algunas complejidades respecto de su rol en la acción. Como afirma Frijda: El término “motivación” adolece de una polisemia similar a la de “emoción”, ya que también puede entenderse en términos de suceso (respecto de las emociones propiamente dichas) o en términos disposicionales (cuando se refiere a los sentimientos). Al decir que nuestra motivación social es la causa de nuestra infelicidad cuando estamos solos, la  entendemos como una disposición. Cuando decimos que la soledad que sentimos nos motiva a buscar compañía, la estamos entendiendo como suceso, ya que la soledad es una emoción. De esta manera, la “motivación” puede calificar una causa, una consecuencia o un aspecto de una emoción. Es una causa en su sentido disposicional, y una consecuencia y/o aspecto en su sentido de suceso. (2008 77)
Esta cita nos recuerda que dentro de los campos filosófico y psicológico el concepto de motivación adquiere connotaciones diferentes.
La motivación en psicología hace referencia al porqué de la conducta de un sujeto, por ejemplo, por que una persona (o un animal) se comporta de tal o cual manera. Al preguntar por qué que habrá de dar cuenta de la motivación, el psicólogo busca identificar las causas que llevan al individuo a actuar de cierta manera, causas que pueden ser descritas en términos de mecanismos y procesos genéticos, ambientales, neuronales, cognitivos y sociales. Por otro lado, la motivación en filosofía se basa igualmente en una idea de causalidad, pero esta es entendida generalmente en términos de razones que explican y justifican la acción de un individuo. Decir que un sujeto S está motivado a hacer ϕ, significa que S tiene razones motivantes (creencias, deseos, preferencias) para llevar a cabo ϕ, razones que funcionan como elementos causales en la explicación de su acción
(cf. Álvarez cap. 4). Aun mas, la relación causal entre motivación y disposición, descrita por Frijda, parece incompatible, a primera vista, con la perspectiva de Ryle (2009), quien considera que, por un lado, las disposiciones no son sucesos ni procesos ni acciones puntuales y, en consecuencia, no pueden funcionar como causas, y, por el otro, las creencias, deseos, motivos son disposiciones a actuar de cierta manera, pero no son causas de la acción. Pero, como vimos más arriba, Frijda y sus colegas justifican la noción ryleana de disposición a través del funcionamiento cognitivo del sujeto, lo cual no es incompatible con el hecho de que la motivación sea la causa de una disposición y la consecuencia de un suceso, ya que, desde un punto de vista psicológico, diferentes procesos motivacionales, subjetivos o intersubjetivos, pueden asumir dichos roles. En el caso que nos concierne, podríamos asumir simplemente las creencias fijadas en un sentimiento como razones motivantes de un sujeto para actuar de cierta manera respecto de un objeto intencional. Pero debemos recordar que, según la tesis del isomorfismo parcial, dichas creencias están estrechamente relacionadas con emociones subyacentes sin las cuales los sentimientos serian actitudes cognitivas vacías de contenido afectivo. Esto implicaría que los sentimientos no son candidatos idóneos para el modelo “canónico” de la teoría de la acción creencia/deseo, lo cual no excluye la posibilidad de formular un nuevo modelo articulado en torno al dúo creencia/emoción y justificar la motivación para la acción a través de estos dos términos. Sin embargo, esta es una tarea que precisa de otro tiempo y lugar para ser llevada a cabo de manera adecuada.

4. Conclusiones y prospectivas
En este artículo he examinado la estructura disposicional de los sentimientos. Con base en la perspectiva psicológica de Frijda y sus colegas, he argumentado a favor del isomorfismo parcial entre emociones y sentimientos que nos permite entender a estos como disposiciones que manifiestan las tendencias de un individuo a percibir el mundo desde un trasfondo afectivo particular, formar ideas adecuadas a su percepción y generar las pautas de acción correspondientes.
Igualmente, he argumentado que los sentimientos no son epifenómenos de las emociones, ya que sus presupuestos epistemológicos pertenecen a diferentes órdenes. Con base en los criterios de distinción de los sentimientos, he considerado las diferencias que existen entre tres tipos de experiencia afectiva disposicional, a saber, los estados de ánimo, los sentimientos y los rasgos de carácter.
El análisis de la estructura disposicional de los sentimientos presentado aquí abre por lo menos dos ventanas hacia temas de investigación futura. El primero de ellos concierne al rol que los sentimientos, junto con las emociones, desempeñan en los procesos de acción colectiva. Gracias a la evolución en la comprensión de la afectividad, que se ha llevado a cabo durante el siglo XX, el anatema de irracionalidad que caracterizaba a la afectividad desaparece, para dar lugar a nuevas interpretaciones del papel que las emociones y los sentimientos desempeñan en la motivación individual y social que promueve la concepción y ejecución de acciones políticas y la formación de movimientos sociales. Dos ejemplos recientes de esta nueva actitud investigativa los encontramos en los trabajos de Goodwin, Jasper & Polletta (2001, 2004) y Marcus (2003). Estos autores presentan un conjunto de perspectivas interdisciplinares destinado a mostrar teórica y empíricamente que las emociones son elementos clave en la concepción y puesta en marcha de acciones políticas; que la motivación política no es estrictamente el privilegio de juicios cognitivos desprovistos de afectividad, y que la idea de una política racional pura, “desapasionada”, es más un mito que una realidad.
Sin embargo, aunque estas contribuciones sean necesarias y bienvenidas por múltiples razones teóricas e investigativas, el tratamiento que estos autores ofrecen del papel de la afectividad en la política no establece diferencias claramente articuladas entre “sentir” una emoción particular y “estar dispuesto” a sentir emociones y actuar bajo determinadas condiciones. Esta diferencia resulta esencial para comprender por qué reacciones afectivas socialmente compartidas y sostenidas durante largos periodos de tiempo predisponen a los actores sociales a emprender determinados tipos de acción política. Si bien es cierto que las emociones generan respuestas inmediatas y apropiadas a un acontecimiento político, por ejemplo, un atentado terrorista o la invasión de un país, también debemos reconocer que situaciones políticas prolongadas, como el peso de un yugo totalitarista, la corrupción de una clase política tradicional o la generalización de la violencia doméstica en un país favorecen la formación de experiencias afectivas cuya estructura corresponde más a una disposición emocional –reforzada por creencias duraderas referidas al statu quo– que a una reacción inmediata motivada por el carácter imprevisto o urgente de una situación. Además, una comprensión detallada y profunda de las condiciones bajo las cuales las emociones fijan creencias y generan sentimientos puede arrojar luces sobre la manera como se generan nuevas formas de protesta y surgimiento de grupos de actores políticos, tanto a nivel local como internacional.
El segundo tema de investigación que puede servir como terreno de aplicación del análisis llevado a cabo aquí concierne a la relación entre afectividad y normatividad moral. La literatura filosófica sobre el rol de la afectividad en la moral ofrece diferentes conceptos que intentan capturar la esencia de la imbricación normatividad/afectividad.
Así, experiencias afectivas como la simpatía, la empatía, la compasión, la vergüenza moral, la culpa, la indignación, el remordimiento y el resentimiento son presentadas a los lectores como “emociones” (Haidt 2003), como “actitudes reactivas” (Strawson 1974) o como una mezcla a menudo indefinida de emoción y sentimiento (De Sousa 2001, Hume 1975, Smith 1997, Wallace 1998).13 No puedo detenerme aquí a examinar en detalle el nivel de adecuación de estas denominaciones y/o clasificaciones.
Sin embargo, lo que quiero sugerir es que, si consideramos los criterios analizados en este artículo para distinguir las emociones de los sentimientos, entonces las experiencias afectivas mencionadas deben ser analizadas con respecto a (1) el nivel de generalidad/particularidad de sus objetos intencionales, (2) el carácter inmediato o disposicional de la experiencia en cuestión, (3) el proceso de fijación de creencias y (4) el tipo de motivación implicado. Como resultado de este análisis, una experiencia afectiva como la indignación podrá ser considerada, o bien como una emoción, o bien como un sentimiento.
Hablaremos de la indignación como emoción cuando, por ejemplo, alguien nos acusa pública e injustamente de haber hecho trampa para obtener un beneficio cualquiera; la experiencia afectiva es inmediata, posee un objeto intencional especifico (el acusador), implica una valoración cognitiva (somos víctimas de una injusticia), se justifica sobre un trasfondo normativo establecido (el rechazo de cualquier tipo de injusticia) y nos prepara para actuar en consecuencia. Sin embargo, si un grupo social nos discrimina constantemente a causa de nuestro acento extranjero, nuestro color de piel, nuestras convicciones políticas, nuestra orientación sexual o nuestras creencias religiosas, entonces la indignación –que en su aparición original constituyo ciertamente una emoción– toma la forma de un sentimiento caracterizado por nuestra disposición a sentirnos indignados cada vez que percibimos o interactuamos con miembros del grupo en cuestión. Además, nuestra disposición emocional estará reforzada por una serie de creencias que se fijan respecto de ciertos atributos del grupo discriminador y del marco normativo que sanciona cualquier tipo de injusticia. Cuando estos factores convergen en una disposición estable, hablaremos, pues, de la indignación como sentimiento.

Notas
1. Utilizo aquí el término de “experiencia afectiva” y no el de “experiencia emocional” (Frijda 2005, Goldie 2000) para referirme de forma genérica al carácter experiencial de la afectividad. Aunque la expresión “experiencia emocional” recoge varios de los matices fenomenológicos que pretendo señalar en este contexto, mi objetivo es incluir también experiencias afectivas que no se categorizan usualmente en términos de objetos intencionales diferenciados, típicos de las emociones y los sentimientos, por ejemplo, los humores o estados de ánimo y los rasgos de carácter.
2. El extenso artículo de Vera French (1947) provee una excelente perspectiva histórica sobre el proceso de sistematización científica de los sentimientos en la psicología europea y norteamericana de este periodo.
3. Cabe anotar aquí que la influencia de los trabajos de William James (1884) sentó innegablemente las bases para un tratamiento sistemático de las nociones de feeling y emotion a partir del siglo XIX. Sin embargo, su tratamiento del termino sentiment es menos riguroso, y cuando alude a el de manera esporádica, en The Principles of Psychology (1950), lo asocia en algunas ocasiones a sensation/feeling y en otras a thougth. Agradezco a un árbitro anónimo de esta revista el haberme señalado la pertinencia de James en esta discusión.
4. Los lectores familiarizados con los trabajos de Ben-Ze’ev (1997, 2000) notaran la semejanza innegable entre su cartografía del dominio afectivo y la clasificación ofrecida por Frijda et al. (1991). La razón de esta semejanza es, en mi opinión, simple: un análisis minucioso de la cartografía propuesta por Ben-Ze’ev en su artículo de 1997, y su posterior elaboración en el capítulo 4 de su libro The Subtlety of Emotions (2000), revela una reformulación en lenguaje filosófico de los análisis originales de Frijda et al. (ibid.). Dado que, a mi juicio, dicha cartografía no aporta nada esencial a los criterios que Frijda y sus colegas han establecido para discernir la estructura disposicional de los sentimientos, prefiero tomar el trabajo original de los psicólogos como punto de partida para mi análisis.
5. Salvo indicación contraria, todas las traducciones del inglés al castellano son mías.
6. Aunque los autores utilizan el término intentional para referirse a los objetos de las emociones, el sentido en que lo implementan es menos riguroso que el que se usa, por ejemplo, en la filosofía de la mente y la teoría de la acción. La intencionalidad referida al objeto de una emoción puede, en consecuencia, entenderse aquí como aboutness.
7. Ejemplos de teorías cognitivas de las emociones son, entre otros: Arnold (1960),
Ben-Ze’ev (2000), De Sousa (1980, 1987), Frijda (1986), Goldie (2000), Lazarus (1991), Nussbaum (2001), Ortony, Clore & Collins (1988), Rorty (1980) y Solomon (2003, 2004).
8. Ejemplos de teorías somáticas de las emociones son, entre otros: Damasio (1994, 1999),
Ekman (2003), Griffiths (1997), LeDoux (1996), Panksepp (1998), Plutchik (1980),
Prinz (2004) y Zajonc (1980, 1984).
9. En consonancia con el uso filosófico, los autores definen el término creencia como “una proposición susceptible de ser verdadera o falsa” (Frijda et al. 197; véase igualmente Frijda & Mesquita 68).
10. Aunque en su descripción de la fijación de la creencia los autores no proveen ninguna referencia filosófica que pueda servir como punto de comparación, vale la pena notar la similitud con la tesis “pragmaticista” de Peirce (1988) sobre la fijación de la creencia: “El sentimiento [feeling] de creer es un indicativo más o menos seguro de que en nuestra naturaleza se ha establecido un cierto habito que determinara nuestras acciones. [...] La creencia no nos hace actuar automáticamente, sino que nos sitúa en condición de comportarnos de manera determinada, dada cierta ocasión” (181).
11. Esto no excluye la posibilidad de que podamos formular enunciados condicionales referidos a las condiciones propuestas por Frijda y sus colegas, por ejemplo, para la condición (1): si la creencia generada por una emoción se presta a una atribución disposicional por parte del sujeto, entonces esta creencia será fijada y el sujeto habrá formado una disposición.
12. Agradezco a un árbitro anónimo de esta revista el haberme señalado este punto.
13. Es preciso notar aquí el carácter excepcional de la obra de Rawls, quien considera los sentimientos morales como “disposiciones y adhesiones duraderas” (433).

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Universiteit Twente - Países Bajos


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